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En lugar de canonizarlo o condenarlo, Enriquez traza un retrato del papa Francisco desde la memoria afectiva, el respeto ganado y la posibilidad –poco común– de cambiar de mirada

Mariana Enriquez no es solo una de las narradoras más potentes de Latinoamérica, es también una cronista de lo oscuro, de lo marginal, de lo que incomoda. Su obra ha explorado los márgenes de la infancia, el terror social y lo sobrenatural con una sensibilidad que desarma. Pero también ha cultivado un pensamiento público capaz de leer con lucidez el presente, incluso cuando ese presente se disfraza de sotana.

En su reciente texto sobre la muerte del papa Francisco, publicado en Página 12, Enriquez ofrece una reflexión inesperadamente tierna. No porque suavice su postura, sino porque reconoce, sin cinismo, la capacidad de un hombre para volverse mejor. Y en ese acto de reconocimiento, se le escapa una enseñanza más íntima: aprender a tolerar sin necesidad de coincidir, a respetar sin tener que resignarse.

La fuerza de su texto no está en la crónica objetiva, sino en la memoria contaminada por lo afectivo: un gelato romano, una misa en Lampedusa, una anécdota con sabor a barrio. Enriquez no pretende analizar el legado teológico de Francisco ni hacerle justicia desde la historia oficial. Hace otra cosa: se permite sentir. Se permite cambiar de opinión. Se permite recordar desde lo personal —ese terreno mal visto cuando muere una figura pública— como si dijera: lo que me importa no es solo quién fue, sino lo que me pasó con él.

Y eso es profundamente valioso. Porque, como ella misma escribe, pareciera que en estos tiempos tolerar se ha vuelto un gesto revolucionario. Enriquez se permite confesar su anticlericalismo, su arrogancia agnóstica, y al mismo tiempo el respeto ganado a pulso por un Papa que se dejó ver humano: en la villa, en el "subte", en la Plaza vacía del Vaticano.

Francisco no era un santo para todos, ni falta hacía. Pero fue el poderoso más compasivo de Occidente, según dice la escritora. Y a veces basta con eso. Basta con que alguien con poder lo use para ver a los presos, para hablar de migrantes, para decirle a los adolescentes que el mundo sí se puede cambiar. En un tiempo en el que incluso eso suena subversivo, su figura se nos escapa de las categorías fáciles.

Lo que queda, entonces, no es solo la muerte de un hombre. Es también la posibilidad poco común de cambiar la mirada. De mirar con otros ojos. Como hace Enriquez, que escribe de él sin necesidad de convertirlo en mártir ni enemigo, sino como quien despide a alguien que, de pronto, supo hacerle lugar a la duda. Y eso, en estos tiempos, también es un milagro.

Compartimos a continuación un fragmento de la reflexión: 

Una vez, o dos, lo vi cuando era arzobispo de Buenos Aires, en el subte E, yendo para la villa. Yo vivía en Parque Chacabuco, donde hay varios murales de San Lorenzo que lo tienen como hincha ilustre. No me caía bien en aquella época: Jorge Bergoglio tuvo posiciones cuestionables. Cuando lo anunciaron como Papa me asusté y me asombré: hasta me lo confundí con el camarlengo, de tanto que no lo esperaba. Y esperaba una ola conservadora de su mano. Una error impactante.

Con los años no me hice más católica, pero si me di cuenta de que Francisco se convirtió en un enorme líder y un buen pastor para sus fieles. Gente que jamás hubiese imaginado que podría siquiera respetar a un Papa le tenía afecto. Me incluyo. Solo conozco las acciones más visibles de su pontificado, porque no me pasé estos años prestando atención: no soy religiosa. Pero me da mucha pena su muerte y me da orgullo que haya sido alguien como Francisco el primer papa de América Latina. Sé que estaba en contra de muchas cosas que me parecen elementales pero está bien, no le pido a la lglesia que vaya en contra de su doctrina, eso es un capricho. Sí me acuerdo que su primera misa fuera de Roma fue en Lampedusa, y habló de los migrantes, una situación que sigue igual y que permanece bastante afuera de la conversación pública. Una de mis editoras italianas hablaba de esa misa y lloraba. En ese mismo viaje, en Roma, en una heladería, se dieron cuenta de mi acento, gritaron "como el Santo Padre" y me regalaron un gelatto bendito de tan delicioso. ¿Qué es esa pavada de estos tiempos, esa tontería de que hay que hablar del muerto y no de uno? ¿Cómo se hace eso? Esas son las necrológicas y las hacen los profesionales. Habrá muchos, espero, que puedan escribir sobre Francisco y dimensionar su figura. Lo normal es recordar lo personal, qué le vamos a hacer, y más aún en la despedida de un gran hombre. Me alegra por él y por los creyentes que haya podido dar la bendición de Pascua en la Plaza, y que haya podido ir a ver a los presos, aunque no logró lavarles los pies.

Una cosa que sí me enseñó Francisco fue a bajar diez cambios con el anticlericalismo y ser tolerante con los demás, con su fe y sus contradicciones. De hecho, una vez le escuché decir que las diferencias dan miedo, porque nos hacen crecer, y es cierto. Los agnósticos somos muy arrogantes y nos creemos por encima del barro humano, a veces, y nadie está a salvo de la espantosa superioridad moral. Un escritor amigo, Sergi Bellver, acaba de postear que los conservadores católicos lo llamaban “el Papa rojo” y lo despreciaban y hasta odiaban. Es cierto: en Europa escuché enormes críticas por izquierda a Francisco. Da un poco de rabia que en Argentina hayamos discutido tanto acerca de a quién le “servía” su presencia, mientras no nos dábamos cuenta de la enormidad de su figura. En un mundo como el de hoy que haya hecho una Encíclica tratando el cambio climático es de una enorme inteligencia estratégica y un gesto de diferenciación. Que se juntara con adolescentes y les hablara de injusticia social, de hacer lío, de salir a la calle, de la escuela pública, de que se pueden cambiar estructuras y de que eso “hacen los revolucionarios”, pronto va a sonar como una verdadera locura. Suena ya como un atrevimiento, ¡en Río hasta se burló de las ONG diciendo que la Iglesia no podía ser “eso”! Había un grupo de sacerdotes ultras de Toledo, España, que rezaban para que “se vaya al cielo cuanto antes”. Se los puede ver en YouTube.

El Papa era el poderoso más compasivo y con más criterio de este Occidente. Mi foto favorita suya se la tomaron durante la pandemia, cuando dio misa en una desolada Plaza de San Pedro. La dimensión política de ese gesto de soledad en compañía es enorme, como su empatía, y su noción del espectáculo y de la Historia. 

 

Encuentra el texto completo de Mariana Enríquez, "Aprender la tolerancia", en Página 12.


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Imagen de portada: CNN en español