Graciela Iturbide: la mujer que fotografió el alma de México recibe el Premio Princesa de Asturias de las Artes 2025
AlterCultura
Por: Carolina De La Torre - 05/23/2025
Por: Carolina De La Torre - 05/23/2025
En el claroscuro del tiempo y la tierra, hay miradas que no solo observan: invocan. Graciela Iturbide, con su cámara como ritual y su silencio como ofrenda, ha sido galardonada con el Premio Princesa de Asturias de las Artes 2025. La distinción no llega como una sorpresa, sino como una reverencia largamente merecida: su obra no ha hecho más que revelarnos lo que estaba ahí, agazapado entre el polvo, las iguanas y los transistores.
En cada imagen, Iturbide nos recuerda que la fotografía no siempre captura lo visible, sino lo invisible: la historia detenida en un instante, la piel del símbolo, el temblor de una identidad que resiste.
Nacida en Ciudad de México en 1942, Graciela caminó por senderos poco transitados. Se casó joven, tuvo tres hijos “seguiditos”, como ella dice, y más tarde se separó, enfrentando no solo la pobreza, sino también la incomodidad de ser una mujer con una cámara en un país donde mirar era, para muchas, un privilegio restringido. En los años setenta, su vida dio un giro al convertirse en discípula de Manuel Álvarez Bravo. Él le enseñó que no hay prisa; ella aprendió a mirar como quien reza.
Desde entonces, la artista ha recorrido geografías y realidades, cruzando las ruinas de lo cotidiano con el pulso de lo sagrado. Su obra ha sido expuesta en museos de París, San Francisco, Tokio, Madrid y muchos más. Y sin embargo, sigue siendo profundamente mexicana: tejida con las fibras de Oaxaca, el desierto de Sonora, el baño clausurado de Frida Kahlo o los rituales indígenas del sur del país.
Su serie más célebre, Juchitán de las mujeres, fue el resultado de convivencias largas, de respetos silenciosos, de una atención devota a esas mujeres que portan iguanas como coronas y la autonomía como destino. Iturbide no retrata desde la distancia. Se sumerge, se disuelve, y desde ahí nos ofrece fotografías que más que verse, se sienten.
El jurado ha hablado de su “mundo hipnótico”, de esa zona intermedia entre lo real y lo mágico. Pero Graciela —con firmeza y dulzura— rechaza esa etiqueta. El realismo mágico, dice, es una invención colonial, una forma exótica de explicar lo que simplemente es. Lo que para otros es surrealismo, para ella es México.
Las aves, tan recurrentes en su obra, no son solo animales: son el vuelo, la libertad, los ojos que miran desde el más allá. Las plantas, los cadáveres, los transistores, los espejos rotos, las cicatrices de una nación entera… todo aparece en su lente con la calma de lo inevitable.
En el 2004 fue invitada a documentar el baño cerrado de Frida Kahlo. Allí estaban sus corsés, sus medicamentos, su fragilidad disecada. Iturbide entró como quien entra a un templo. Fotografió no solo los objetos, sino su memoria latente. Esas imágenes —publicadas en un libro en 2009— son un eco de dos mujeres que, sin conocerse, compartieron la experiencia de dolerse y crear.
Hoy, a sus 83 años, Graciela sigue volando. En una de sus autorretratos más memorables, se coloca dos pájaros en los ojos como si de alas se tratara. No ve: vuela. Y desde esa altura nos ha enseñado a ver distinto, a mirar el mito donde otros ven la mancha, a sospechar del orden de lo real, a acariciar lo simbólico con la yema de la mirada.
El Premio Princesa de Asturias no consagra su carrera: la confirma. Porque Graciela Iturbide ya era, desde hace décadas, un continente en sí misma. Un territorio donde la fotografía dejó de ser técnica para convertirse en conjuro, en crítica, en testamento y en herida.