Mujeres y Tarot: Pamela Colman Smith, la mujer que ilustró el mazo Rider-Waite
Magia y Metafísica
Por: Carolina De La Torre - 07/02/2025
Por: Carolina De La Torre - 07/02/2025
Hay quienes hacen historia en voz baja. Que no gritan, no se imponen. Solo aparecen, dejan algo hermoso y se van. Como un presagio. Como un dibujo en medio de la niebla.
Pamela Colman Smith no buscó la fama, pero le dio rostro al tarot más popular del mundo. Mientras otros discutían teorías, ella se sentó a pintar. Una a una, como si cosiera símbolos con hilo invisible, fue trazando las cartas que hoy guían a millones de buscadores espirituales. Dibujó no solo lo que se ve, sino lo que tiembla debajo de la superficie. Su tarot no interpreta el mundo: lo presiente.
Era 1909. El mundo todavía era de los hombres. Pero Pamela —“Pixie”, como le decían sus amigos— era todo menos predecible. Nació en Middlesex, Inglaterra, pero su infancia la pasó entre Londres, Nueva York y Jamaica. Creció entre idiomas, colores, ritmos y creencias que marcaron para siempre su mirada. Su sinestesia le permitía convertir la música en imágenes: Bach era una espiral de azules, Debussy se convertía en una niebla violeta. Estudió arte en el Instituto Pratt de Brooklyn, aunque nunca se graduó. Prefería los márgenes al centro, el misterio al discurso, la visión al aplauso.
Fue amiga cercana de Bram Stoker, William Butler Yeats, Ellen Terry, y parte del entorno bohemio que mezclaba teatro, poesía y misticismo. Ilustró libros, fundó su propia revista (The Green Sheaf), diseñó escenografías para teatrillos en miniatura y escribió cuentos populares jamaicanos en dialecto, dándoles un giro feminista antes de que eso siquiera tuviera nombre. En sus relatos, las mujeres tenían voz, y los personajes cambiaban de género como cambian las mareas.
Pixie era una rareza encantadora. Vestía túnicas flotantes, cintas, plumas. Algunos decían que su rostro no encajaba del todo con las genealogías blancas. Otros se preguntaban si su relación con Nora Lake, su compañera de vida, era romántica. Todo en ella era ambiguo, movedizo, encantado. Pero donde todos veían excentricidad, ella veía verdad. Y pintaba.
Arthur Edward Waite la eligió para ilustrar su tarot. Pero lo que tal vez no imaginó fue que Pamela no iba a ilustrar sus ideas… las iba a transformar. Donde él veía teoría, ella vio narrativa. Donde él proponía arquetipos, ella tejió escenas. No pintó cartas: pintó cuentos detenidos. Momentos que se pueden leer como poemas sin verso, como sueños con forma.
La gran revolución fue silenciosa. Antes de Pamela, los Arcanos Menores eran solo copas, bastos, espadas sin historia. Ella les dio cuerpo, emoción, humanidad. El Tres de Espadas sangra. El Dos de Copas enamora. El Nueve de Bastos resiste con dignidad. Cada figura parece sacada de un sueño antiguo, donde todo tiene sentido aunque no se entienda del todo.
¿Qué hizo a este tarot distinto de los demás? Que por primera vez, las imágenes hablaban por sí solas. No era necesario memorizar fórmulas esotéricas: bastaba mirar y sentir. Pamela convirtió el tarot en un lenguaje visual al alcance de cualquiera. Democratizó lo místico. Abrió una puerta donde antes había un muro. Su baraja es un puente entre mundos, un espejo que devuelve lo invisible.
Y sin embargo, la historia la olvidó. El mazo se popularizó como Rider-Waite, aunque Rider solo fue el editor. Pamela no recibió derechos, ni fama, ni justicia. Su firma —un pequeño monograma serpenteante inspirado en el arte japonés— quedó escondida entre líneas. Murió pobre, sin herederos, sin tumba conocida. Sus pertenencias —libros, manuscritos, muebles, pinturas, incluso cartas personales— fueron subastadas para saldar sus deudas. Todo lo que había sido suyo, se dispersó como si no hubiera importado.
Pero la obra siguió latiendo. Las setenta y ocho cartas que creó se convirtieron en un lenguaje universal. Hoy, su nombre comienza a regresar, como lo hacen los símbolos: cuando el mundo está listo para verlos de nuevo. En el Whitney Museum, en Nueva York, una exposición reciente sobre el modernismo estadounidense incluyó su obra La Ola, y por fin le dio su lugar como pionera. Una mujer que usó el arte para expresar lo que no cabe en palabras. Una médium entre el inconsciente colectivo y la belleza.
Incluso los pequeños libros que acompañan el mazo de tarot —esos que explican los significados de cada carta— comienzan a contar también su historia. No solo la del tarot, sino la de quien lo soñó. Pamela se cuela entre líneas, como un secreto que se niega a morir.
Pamela nos enseñó que el arte puede ser oráculo, que el color puede ser un puente, que un trazo puede contener una vida entera. Su tarot no fue hecho para venderse, fue hecho para resonar. Para tocar esa zona en la que todos somos un poco niños, un poco místicos, un poco solos.
Y es que hay obras que no necesitan aplauso. Solo necesitan ser vistas con los ojos del corazón. Como el tarot. Como Pamela. Como todo lo que importa, pero casi nadie nombra.