Los huesos del corsé: el estudio médico que reveló el costo oculto de la belleza
Sociedad
Por: Carolina De La Torre - 07/19/2025
Por: Carolina De La Torre - 07/19/2025
Hubo un momento en la historia en que el deseo se medía en pulgadas. Donde la silueta ideal no se alcanzaba con el cuerpo, sino contra él. Entre ballenas, cintas y encajes, el corsé no solo moldeaba una figura: disciplinaba un alma. Y sin embargo, hubo quien quiso mirar más allá del contorno. En 1908, el doctor Ludovic O’Followell —médico parisino y columnista en una revista de corsetería de lujo— se atrevió a hacer lo impensable: revelar lo que la moda intentaba ocultar.
Lo hizo con rayos X. Con el tacto frío de la ciencia. Tomó cuerpos vivos y los expuso a la luz espectral de la tecnología recién nacida, revelando la danza torcida de costillas forzadas hacia adentro, intestinos comprimidos, diafragmas sin espacio. La imagen, cruda y elegante, era irrefutable: el corsé deformaba desde adentro, dibujando belleza con el trazo del sacrificio.

Pero O’Followell no escribía para destruir. Le Corset, su tratado en dos volúmenes, no era una condena sino una súplica velada: que se diseñara uno mejor. Uno que no aplastara los órganos ni sofocara la respiración. Uno que no cobrara como tributo la fragilidad de un cuerpo en formación. “Puede existir un corsé inofensivo”, escribió. “El corsé ideal, al menos médicamente hablando.”
El corsé, claro, ya traía consigo siglos de historia. Desde la época en que los modales cortesanos reclamaban control del torso, la prenda había sido símbolo y sentencia. Su ajuste, al inicio simbólico, se volvió más estrecho en el siglo XIX, con la llegada de los ojales metálicos: pequeños orificios que permitieron tensar la prenda como si de una jaula se tratara. A cambio, una cintura de avispa. A cambio, el aplauso.

Pero ese aplauso comenzó a sonar hueco. Entre 1860 y 1890, revistas médicas como The Lancet advertían sobre los efectos del tightlacing: daños pulmonares, costillas deformadas, digestiones imposibles. El cuerpo, ese campo de batalla invisible, empezaba a hablar. Y la literatura recogió el eco: Guy de Maupassant, por ejemplo, describe en su cuento La madre de los monstruos a una mujer embarazada que, encorsetada por un aparato de su propia invención, deformaba a sus hijos antes de nacer. El cuerpo femenino, en esas páginas, era a la vez víctima y verdugo.
No fue el único en querer prohibir. En 1902, el doctor Phillippe Maréchal propuso encarcelar a las mujeres menores de treinta años que usaran corsé. También a quienes los vendieran, si no registraban edad y dirección de sus clientas. El cuerpo como expediente. El deseo, como delito.
Porque el cuerpo femenino —y su mente— han sido, históricamente, objeto de estudio, pero rara vez de comprensión. Se le ha observado como si fuera una criatura ajena, algo entre ornamento y anomalía. Como en el experimento de Salpêtrière, donde las mujeres eran expuestas en camillas ante auditorios de hombres que estudiaban su histeria como si se tratara de un fenómeno natural o un acto de ilusionismo. Los médicos lo han medido, dibujado, diagnosticado, regulado. Los artistas lo han idealizado o castigado. Siempre desde afuera. Como si no habitara la vida, sino que la decorara. Como si no doliera. Como si fuese un maniquí abducido al que hay que ajustar, corregir, interpretar. En el corsé —y en lo que vino después— se condensa esa mirada: científica, moral, estética… pero raramente humana.

Entonces ¿realmente se trataba de salud? Valerie Steele, historiadora de la moda, ha sugerido que muchas de estas cruzadas médicas eran, en realidad, campañas disfrazadas contra la autoexpresión femenina. Porque el corsé también permitía algo más que cintura: ofrecía una forma de erotismo permitida, una coreografía socialmente aceptada del deseo. Era represión, sí. Pero también arma.
Y como todo lo que se reprime, el corsé también seducía. La reina de Portugal, intrigada por la ciencia de O’Followell, pidió ver radiografías de su cuerpo mientras usaba el suyo. Quería saber qué pasaba adentro, entre hueso y encaje, entre mito y carne.
Hoy, los corsés no han desaparecido. Cambiaron de nombre, de forma, de excusa. Vuelven como tendencia, reaparecen en pasarelas, editoriales y redes sociales, envueltos en discursos de empoderamiento estético. Pero las radiografías del Dr. O’Followell —esas que revelaron, por primera vez, cómo la belleza podía incrustarse en el hueso— siguen siendo incómodamente vigentes. Nos recuerdan que lo que se celebra por fuera puede ser exactamente lo que se fractura por dentro.

Porque no importa si el canon cambia de silueta: más curvas, menos curvas, más músculo, menos grasa. La exigencia permanece. Hoy, como entonces, hay mujeres que comprimen sus cuerpos con fajas que dificultan la respiración, no por deseo, sino por pertenencia. Y aunque ya no estemos en plena era de “ignorancia”, ciertos gestos persisten. El molde ha cambiado, pero la lógica que lo sostiene —la de adaptar el cuerpo al deseo ajeno— sigue operando con otros nombres y otras texturas.
Y sin embargo, sería injusto reducirlo todo a sumisión. Porque para muchas mujeres de aquel entonces, el corsé también fue una estrategia. Una forma de sensualidad que podía controlar la mujer. Un objeto ambiguo, que al mismo tiempo reprimía y permitía: lenguaje secreto del deseo en un mundo que no toleraba el deseo femenino.
Quizá el corsé nunca fue solo una prenda. Fue una promesa. Una amenaza. Un pacto tácito entre el mundo y el cuerpo. Y el cuerpo, como siempre, cargó con la forma… y con el precio.