Superman: el origen del héroe y la pregunta eterna: ¿qué significa ser humano?
Arte
Por: Carolina De La Torre - 06/12/2025
Por: Carolina De La Torre - 06/12/2025
A pocos meses del estreno de la nueva película de Superman dirigida por James Gunn, los adelantos han dejado ver una versión distinta del hombre de acero. Ya no es el dios inquebrantable ni el símbolo pulcro de la supremacía moral. Es, en cambio, un Superman que roza la vulnerabilidad, que también duda, que parece más humano que infalible. Esta renovación estética y emocional no es sólo una estrategia narrativa: es el eco de una historia cultural compleja que ha acompañado al personaje desde sus orígenes. Superman no siempre fue el rostro del orden; alguna vez, incluso, fue la voz del desorden justo.
Superman fue creado en 1938 por Jerry Siegel y Joe Shuster, dos jóvenes hijos de inmigrantes judíos que sabían lo que significaba no pertenecer del todo. El contexto: la Gran Depresión estadounidense, el desempleo masivo, la desesperanza generalizada. Las primeras historietas muestran a un Superman que no luchaba contra monstruos intergalácticos, sino contra arrendadores abusivos, banqueros sin escrúpulos y políticos corruptos. Era una figura que encarnaba los ideales del New Deal de Roosevelt, un justiciero social con puños que apuntaban hacia la esperanza.
Más que propaganda nacionalista desde su concepción, Superman era la cristalización de un sueño estadounidense aún indefinido. Un sueño donde el extranjero puede ser salvador, y donde la justicia no se impone desde el poder, sino desde la moral.
Con la Segunda Guerra Mundial y la llegada de la Guerra Fría, Superman sufrió una mutación ideológica. Ya no era solo un justiciero: se volvió símbolo. En 1942, durante sus emisiones radiales, se añadió por primera vez la frase "Truth, Justice, and the American Way"(Verdad, justicia y el estilo de vida americano), un lema que lo amarró a los intereses del Estado y la idea del excepcionalismo estadounidense.
El historiador Ian Gordon explica que "el personaje fue instrumentalizado para reforzar el patriotismo durante la guerra, promoviendo bonos del tesoro y valores nacionales" (Gordon, Superman: The Persistence of an American Icon, 2017). Más aún, la figura de Superman se convirtió en una suerte de “monomito americano”, como lo llaman Jewett y Lawrence en The Myth of the American Superhero (2002): un redentor secular que actúa fuera de las estructuras legales para restaurar el orden.
Así, el alienígena se volvió más estadounidense que muchos humanos, vistiendo los colores de la bandera como segunda piel. Y con ello, el sueño que representaba se estrechó: de justicia universal, pasó a orden nacional.
Pero los símbolos mutan, como mutan las sociedades. Con el tiempo, Superman fue perdiendo ese halo incuestionable de perfección. En un mundo globalizado, ya no bastaba con encarnar el "American Way". En 2011, DC Comics lo desvinculó simbólicamente de su ciudadanía estadounidense, reformulando su lema como: "Truth, Justice, and a Better Tomorrow". El gesto no fue menor.
Más que un rechazo al nacionalismo, fue un ajuste al espejo que devuelve la modernidad: uno en el que las nociones de justicia no caben en una sola bandera. Superman dejó de ser solamente el avatar del poder estadounidense para convertirse en algo más ambivalente, más humano, más incómodo.
Ya no solo protege a Metrópolis; encarna el dilema de un mundo que desconfía de los héroes pero aún los necesita. Y en esa ambigüedad, quizás, reside su permanencia. La nueva versión de Gunn parece recoger ese eco: un Superman poderoso, sí, pero atravesado por la duda; justo, pero no infalible; extranjero, pero profundamente sensible a las grietas humanas. No se trata de debilitar al mito, sino de abrirlo. No es una traición al ícono, sino una crítica al pedestal.
Superman nunca fue solo un personaje de cómic. Fue, y es, una herramienta cultural: moldeado por las ansiedades, aspiraciones y contradicciones de la sociedad que lo vio nacer. Su historia es también fue el contexto de Estados Unidos.
La película de James Gunn no será una ruptura radical. No puede serlo. Pero sí puede ser un espejo nuevo, más claro y menos autocomplaciente, donde el mito ya no flote por encima de la humanidad. Tal vez, por fin, dejemos de ver a Superman como el reflejo inmaculado de una potencia, y empecemos a verlo como lo que siempre ha sido: una pregunta incómoda sobre el poder, la justicia y el precio de redimir un mundo que no siempre quiere ser salvado.
Después de todo, Superman nunca ha estado muy lejos de Dios: omnipotente, omnipresente, venido del cielo, hijo único enviado a la Tierra. Su nombre kryptoniano, Kal-El, incluso evoca ecos del hebreo. Pero así como el Dios cristiano ha sido cuestionado —¿puede un ser perfecto comprender el dolor humano? ¿Debe tener fallas para ser cercano?— también este dios moderno se tambalea. A diferencia de un creador que permanece en lo alto, Superman crece entre la humanidad, sufre las pérdidas, se enfrenta a las contradicciones. Y quizá en ese gesto, se vuelve más humano que divino.
Superman obliga a preguntarnos: ¿qué significa ser humano? No en su versión idealizada de bondad absoluta, sino en su complejidad real. Lo humano como lo contradictorio, lo frágil, lo errático, lo que ama aunque sabe que puede perder.
Quizá por eso Superman sigue llamando la atención, porque si lo vemos con ojos curiosos, nos enfrenta a lo que somos y a lo que podríamos ser.