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La primera parte del Quijote, publicada en 1605, nos convoca a ocupar nuestra atención, nuestra capacidad de asombro y nuestra sensibilidad, siempre por medio de la lectura

El Quijote es un libro cuyo devenir es, por decir lo menos, peculiar. A diferencia de otras obras consideradas clásicas (categoría que en sí misma merece ser interrogada), algunas de las cuales se instalaron desde su origen entre los límites de la literatura, el Quijote se ha convertido en referente de distintos ámbitos, a veces en detrimento de su lectura.

En cierta medida, esto puede explicarse porque, dicho con cierto ánimo polémico pero también con conocimiento de causa, el Quijote es una narración a la que es más fácil aludir que leer. Con la obra más conocida de Cervantes se cumple a la letra la definición que Mark Twain dio alguna vez de los libros clásicos, diciendo que son aquellos que mucha gente celebra pero pocos, muy pocos, leen.

¿Por qué es así? Entre otras razones, porque el Quijote es una de las cumbres del barroco en lengua española, una época en la que, en términos artísticos, el lenguaje se consideraba el único medio de expresión válido y, por otro lado, en el caso específico de la literatura, el español era en cierto modo un idioma si no nuevo, sí en una especie de plenitud, como si en ese momento estuviera en la flor de su vida. 

Recordemos brevemente que contemporáneos de Cervantes fueron Quevedo, Góngora, Sor Juana, Lope y otros varios poetas y escritores que integraron la que posiblemente fue la nómina más ilustre de la literatura en lengua española de todas las épocas.

Por lo demás, todavía en términos históricos (o de la historia de la literatura), otro aspecto a destacar a propósito de la grandeza del Quijote es que algunos críticos e historiadores la consideran la primera novela moderna. Esto, particularmente por el hecho de que a Cervantes se le atribuye el golpe de genialidad de haber inventado personajes con una identidad claramente delineada, con conflictos internos y, en suma, con una especie de conciencia individual o subjetiva propia. Todo ello enmarcado en una trama narrativa donde los personajes actúan por sí mismos, ya no sujetos al arbitrio de entidades como los dioses, el destino, la fortuna, etcétera. 

Sin embargo, si atendemos al consejo de Vladimir Nabokov, quien instaba a sus estudiantes a valorar una obra literaria por la obra en sí, dejando de lado las discusiones sociológicas, históricas o psicológicas a su alrededor, podríamos preguntarnos: ¿por qué leer el Quijote?, ¿qué hay en él que, siendo una obra literaria, no sólo ha sido celebrada y elogiada sino sobre todo leída, incluso hasta la fecha?

Considerando únicamente el aspecto literario, la grandeza del Quijote reside en los límites a los que Cervantes llevó las posibilidades del idioma español, por un lado, y de los recursos del lenguaje y de la literatura, por el otro. Del primer aspecto podríamos decir que el Quijote es un compendio casi inabarcable de las palabras que componen al español, desde las más cotidianas hasta las más exquisitas. Si uno quisiera aprender a expresarse en español, sin duda habría que leer el Quijote cuidadosamente. 

Pero no sólo para eso. De hecho, esa lectura cuidadosa es la única posible para el Quijote, pues es una obra que sólo se puede leer con atención, que nos lleva a leerla con dedicación y con esmero. Y esto también por una motivación propia de la época. Como ocurre con otras obras contemporáneas, el Quijote es un juego que requiere de la colaboración (¿o diremos de la presencia? ¿de la atención?) de quien lo lee para ser jugado y, lo que es mejor aún, para disfrutarse.

Este cometido se anuncia desde la primera frase de la obra. No aquella tan conocida de “En un lugar de la Mancha…”, sino otra anterior. Un par de palabras con las que Cervantes inició el prólogo del Quijote de 1605 (la primera parte de la obra), que comienza con esta sencilla invocación: “Desocupado lector:”. 

El prólogo, escrito a manera de un mensaje dirigido a alguien (al hipotético lector de la obra), le atribuye a este una cualidad por el solo hecho de tener el libro en las manos: la de estar desocupado. Una suposición que no es gratuita. Cervantes convoca al “desocupado lector” porque su obra tiene como propósito ocuparlo. Pero no con una ocupación como la concebimos actualmente, tan cercana a los mandatos del capitalismo y su necesidad insaciable de productividad. Nada de eso. 

El Quijote nos lleva más bien a una ocupación lúdica, la de nuestra capacidad de asombro y nuestra curiosidad, la de nuestros sentidos y de nuestra atención, la de nuestro ocio con una actividad recreativa (esto es, donde se recrea el espíritu, como se decía en la época).

Por encima de todo, esa es la grandeza del Quijote. Bajo una sola petición, la de leerlo, nos conduce a un estado singular de ánimo habitado casi solamente por el placer, el solaz y el disfrute.

Un estado que, por otro lado, el mismo Cervantes previó en otra parte de su Prólogo:

Procurad también que, leyendo vuestra historia, el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla. 

 

Twitter del autor: @juanpablocahz


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