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Para nosotros los hispanohablantes, el español es el idioma que habitamos y nos habita; conocerlo mejor es tomar conciencia de ese hecho

El idioma que hablamos es, de alguna manera, una de nuestras moradas fundamentales. Junto con la infancia que vivimos, la casa (o casas) donde pasamos nuestros primeros años, nuestros primeros amores, los primeros libros leídos o algunos de nuestros recuerdos más decisivos, el idioma es también uno de esos espacios vitales donde se forja nuestra identidad, nuestra historia de vida y aun la manera en que percibimos, experimentamos y estamos en el mundo. De ahí que no sea, en modo algún, un asunto baladí. Por el contrario, tomar conciencia del idioma que nos habita y al cual a su vez habitamos, es uno de los requisitos necesarios para tomar conciencia de nuestra propia realidad.

Para nosotros los hispanohablantes, el español es esa casa que habitamos. Es con sus palabras, sus estructuras gramaticales, su singularidad, sus posibilidades y sus limitaciones que pensamos, que hablamos con otros, que amamos, que exploramos y conocemos el mundo y más. No es una pregunta tan ociosa como podría parecer imaginar cómo sería si, por ejemplo, nuestra mente “funcionara” en inglés o en chino, en alemán o en alguno de los idiomas nativos que existían antes de la conquista española (en el caso de los territorios latinoamericanos). ¿Qué tanto cambiaría nuestra experiencia del mundo?

Más allá de las hipótesis, dicha interrogante nos lleva a darnos cuenta de que el idioma en el que nacimos ya nos ha conformado. Y si es así, una decisión que se puede tomar al respecto es conocerlo mejor para habitarlo si no de mejor manera, al menos sí de manera más consciente. Después de todo, si el lenguaje configura en buena medida nuestro ser en el mundo, modificar ese lenguaje toca inevitablemente dicha configuración. 

El Día del Idioma Español es, así, un excelente pretexto para preguntarnos qué es ese idioma que hablamos. De dónde vienen sus palabras, qué tanto lo que estamos habituados a hablar expresa verdaderamente aquello que pensamos y queremos decir. 

La experiencia de leer a los autores del Renacimiento y del Barroco, por ejemplo (Garcilaso de la Vega, Cervantes, Quevedo, Góngora, Sor Juana, entre otros), es quizá una de las más ricas y exuberantes que se pueden tener con el propio idioma: se descubren fronteras que el lector nunca había imaginado, territorios inexplorados de geografías sorprendentes, la vastedad del idioma español con un alcance que sólo sería igualado unos cuatrocientos años después por los autores del neobarroco (en especial los cubanos Alejo Carpentier y José Lezama Lima).

Pero no sólo eso. Las cimas del barroco se pueden contrastar con los llanos sencillos de la literatura popular: las canciones, las adivinanzas, las viejas y nuevas coplas que se cantan lo mismo en fiestas que al hilo de las actividades cotidianas. O el recorrido también puede hacerse por la poesía, que lo mismo va de las esferas metafísicas (como en los arrebatos místicos de Santa Teresa o San Juan de la Cruz, pero también las especulaciones filosóficas de Gorostiza) a la poesía más cercana al corazón y las cosas simples de la vida (y aquí los nombres que podrían citarse son tantos…). Y qué decir de las posibilidades de imaginación a las que también ha dado lugar nuestro idioma y que se han expresado en las fantasías fabricadas por Borges, Monterroso, Ámparo Dávila, más recientemente Mariana Enríquez

De verdad que el catálogo es vastísimo, y esto sólo por lo que toca a la literatura. Y más allá de sentirnos sobrepasados por ese maremágnum en que fácilmente se convierte el idioma que hablamos una vez que nos ponemos a reflexionar sobre él y observarlo con detenimiento, esta enumeración pretende más bien hacer notar las posibilidades latentes que nos ofrece el lenguaje. 

Hace un momento proponíamos la idea de preguntarnos cómo sería el mundo –nuestro mundo, esa parcela de realidad en la que cada uno se encuentra– si nos hubiéramos formado en otro idioma, pero ante dicho panorama la pregunta podría cambiar más bien a cómo sería el mundo si, junto a las palabras con que ya lo nombramos, vivieran otras traídas de un soneto de Quevedo, por ejemplo, de un cuento de Rulfo, de una definición de María Moliner, de una novela de Rosario Castellanos, de un refrán popular. De entrada, esa perspectiva sin duda se vería enriquecida.

Y ese, después de todo, es el propósito. Considerar esta efeméride como un pretexto para enriquecer no el idioma español sino, más modestamente, el idioma español que ya hablamos. Un día para embellecer esa casa que es el lenguaje que habitamos.

 

Twitter del autor: @juanpablocahz

 


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