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El gran George Steiner ofrece en uno de sus más recientes libros una inquietante reflexión sobre la aparente imposibilidad de coincidencia entre una relación de amigos y una relación de pareja

¿Ser amigos y ser pareja son dos realidades amorosas incompatibles? A juzgar por la manera en que culturalmente consideramos ambas formas del amor, parece ser que la respuesta es afirmativa. Pareciera que uno no puede entablar una relación de pareja con un amigo/a ni, por otro lado, sostener una relación de amistad auténtica luego de haber pasado por la experiencia de una relación à deux. En la conceptualización contemporánea es como si ambos caminos corrieran separados, cercanos quizá pero rigurosamente aparte, con una suerte de brecha infranqueable entre ambos que vuelve imposible cruzar de uno a otro.

No podemos saber si esto es realmente cierto, si de verdad se cumple en todos los casos y en todas las relaciones. Sin embargo, aquello sintómatico que se percibe, por ejemplo, en la popularidad del término friendzone, o en la preocupación generalizada aunque silenciosa por las implicaciones de la vida en pareja, podría tomarse como signos de esa dificultad que ronda nuestra época: ¿Qué se hace con el amor? ¿Cómo se ama a alguien? ¿Cómo se teje una relación amorosa auténtica?

Hace algunas semanas la editorial española Siruela publicó un nuevo libro de George Steiner en español, Fragmentos (traducción de Laura Emilia Pacheco). Steiner, para quien no lo conozca, es un autor nacido en París en 1929, pero más allá de este detalle anecdótico se trata de uno de los últimos intelectuales a los que es posible endosar el calificativo de “europeo” con todas las implicaciones que esto conlleva. Pocos como él, en verdad, que actualmente encarnen esa figura del guardián cultural tan elogiada por intelectuales de la posguerra como Walter Benjamin o Theodor W. Adorno, pues Steiner es un erudito capaz no sólo de navegar con velas desplegadas y timón firme por el vasto océano de la cultura europea, de Homero a Arnold Schönberg, sino que además él mismo se ha convertido con el paso de los años y la suma de sus libros en un importante referente cultural, un creador de poderosos ensayos que iluminan la vasta oscuridad de la noche contemporánea.

Prueba de ello es una inquietante reflexión que Steiner incluyó en Fragmentos a propósito del tema con que iniciamos esta nota: la aparente oposición entre el amor de amigos y el amor de pareja. El escritor parece coincidir en que uno y otro no sólo no pueden convivir o coincidir, sino que incluso va más allá y asegura que la amistad es “homicida” del amor. Al respecto de la primera, Steiner nos ofrece esta caracterización:

Conocemos el valor y el papel trascendentes de la amistad, philia, en la sensibilidad clásica. La amistad es la compensación de la existencia humana, su inmerecida recompensa. Aun donde es manifiesta, la distensión homoerótica —culturalmente sancionada— es sólo un complemento. El asombroso prodigio yace a mucha mayor profundidad. Nada supera “ser un amigo para un amigo” (la jubilosa frase de Schiller). La muerte es casi un privilegio cuando salva a un camarada. En cambio, la pérdida de un amigo es irreparable (uno puede volver a contraer matrimonio, adoptar un hijo…). Tres lamentos sobre el amigo perdido determinan el idioma de la desolación en la literatura y el sentimiento occidentales: Gilgamesh llorando a Enkidu, Aquiles sollozando por Patroclo, David doliéndose por Jonatán.

La fuente de la amistad es insondable. Puede surgir de un peligro momentáneo que se apropia de nuestra conciencia, como el viento de una tormenta o como una melodía. “Porque él es él, porque yo soy yo” (Montaigne). Ya sea que se trate de encanto físico, compatibilidad social, alianza pragmática, pasiones u odios compartidos, las circunstancias reales, los atributos existenciales, son prácticamente irrelevantes y no negociables.

Como se ve, mucho del contenido del vínculo amistoso es para Steiner cercano a las nociones de complicidad, cercanía e incluso un grado notable de intimidad y conocimiento del otro. A este respecto, prosigue:

Los viejos amigos se sientan en un banco del parque a olfatear el aire para captar el aroma a muerte y compartir las pavorosas presiones del vacío. Para que el diálogo no acabe, el que sobrevive continúa hablando solo. Las salas de geriatría o las escenas nocturnas en las casas con ancianos están repletas de esos murmullos, como la “última cinta” de Beckett. Incluso al final, la amistad es el enigma de la gracia que le es permitida al hombre (caído).

¿Pero no sucede esto mismo en el amor de pareja?, podríamos preguntarnos al advertir que, según ciertas narrativas y discursos (acaso no del todo certeros), la relación de pareja también está construida sobre esa base: la complicidad, la cercanía, la intimidad. "Entonces, ¿cómo es que la amistad 'asesina al amor' (eros)?”, nos pregunta a su vez Steiner, y continúa:

Las teologías, las filosofías que derivan de ellas, las canciones que tarareamos, que nos han hecho bailar desde la Creación, afirman que el amor es la cúspide, la corona, el regalo supremo de la herencia humana. Es, según Dante, el motor del cosmos. La herramienta summa summarum que une cuerpo y alma. Las distintas creencias imponen amar a Dios: aspirar a su amor y confiar en Él. En cambio, la idea de tener a Dios como amigo resulta incómoda. El amor carnal —Afrodita todo lo vence— engendra la totalidad de la vida orgánica. El amor espiritual nos permite ese atisbo que podemos llegar a tener de lo imperecedero. Ningún mandamiento de cordura, temor, abstención admonitoria, impedimento material ni social —el embravecido Helesponto de noche, el calabozo al que debe descender Fidelio— es más apremiante que el amor. Ninguna lógica, ninguna asimetría razonada enciende al amor. La pordiosera coja tiene un amante joven y hermoso. El amor extático puede centrar su atención en el cuerpo de los muertos, en los animales. Las inhibiciones del incesto son tan frágiles como los tabúes que deberían hacer de los niños seres intocables. El amor puede contenerse y no consumarse; hay visiones platónicas y castidades ardientes tan incontroladamente apasionadas como cualquier coito. El género es casi irrelevante a un grado trivial: el amor une a mujer con mujer, a hombre con hombre. La edad puede no tener importancia: mujeres jóvenes han sentido adoración por hombres mayores. En cambio, las mujeres maduras recolectan a sus amantes entre los jóvenes. Los celos que Eros engendra pueden conducir a la locura. Donde el amor mengua, el desánimo es como ningún otro y el gas de los pantanos cala nuestro ser. El orgasmo concorde (probablemente raro) es lo más cercano que hay en la experiencia humana a la abolición del yo, a sumergirnos en otro; es una traducción simultánea en el sentido más profundo. Además, no existe límite para los instrumentos de lo erótico: el dolor extremo —voluntario o impuesto— puede atender al amor, como también puede hacerlo el excremento. Al estar dentro del alcance de lo insaciable, el amor tiene intimidad con la muerte.

Entonces el escritor llega al corazón del disentimiento, el núcleo donde, a su parecer, surge la divergencia entre la philia y el eros, la amistad y la pareja, el amor que se le tiene a un amigo/a o aquel que se siente por un compañero de vida:

La amistad puede interpretarse como una crítica del amor. Puede hacer caso omiso de los anárquicos imperativos de la sensualidad, de las demandas y las desazones del sexo. Puede ser que su fuente sea oscura pero su dinámica y sus recompensas son las de la razón. La amistad está enraizada en la libertad: libertad de la posesión demoníaca, la histeria, el ardor. Pero libertad también en un sentido positivo y altamente filosófico. Donde hay amistad hay una amplitud selectiva de criterio. Nos entregamos a la amistad sin necesidad de beneficios ni de las gratificaciones implícitas en lo erótico. La amistad puede definirse como el acto gratuito, pero profundamente significativo, de quienes están “en libertad”. Aun en su punto más pasional, el comercio sexual conlleva una dura veta de desconfianza (el éxtasis puede fingirse o comprarse). La amistad, además, puede ser poderosamente productiva: de acciones sociales y políticas, de descubrimientos científicos, de argumentaciones filosóficas. Mucho del progreso político, del debate intelectual, de la innovación estética se da en colaboración; se origina y extrae su energía de estelares cúmulos de talento individual que colisionan, conspiran, rivalizan en la amistad. Las cartas de amor tienden a ser monótonas, incluso infantiles. Las que se intercambian en la amistad pueden ser auténtica fuente y taller de genialidad (Spinoza a Boxel, Goethe a Schiller, Coleridge a Wordsworth). El sexo no aspira a la igualdad. La simetría del aprecio, de colaboración en el valor, la diferenciación creativa, la promoción política del amigo, forman parte integral de la relación. En resumen —y resulta difícil enunciar esto de manera convincente—, la amistad es aquello que apasiona dentro de la razón, dentro de la bondad desinteresada que hace generoso al pensamiento e inteligente al corazón.

En este sentido, sobre la vida en pareja dice el escritor:

En el matrimonio, en cualquier experiencia erótica prolongada, la amistad puede resultar fatal. Los amantes no son amigos. Tres inmortales palabras lo dicen todo: odi et amo. El calendario del amor se ve interrumpido por brotes de repugnancia, por acres discusiones, por un aburrimiento y una indiferencia a veces inexplicables y abruptos (las intermittences de Proust). La mayoría de los matrimonios, la mayoría de las relaciones amorosas, logra perdurar gracias a un rosario de reconciliaciones, no siempre veraces. No es sólo tristeza, tristia, lo que le sigue al coitum. Es desaliño e incluso mal gusto. La libido que se extingue deja un sabor amargo. Pero también existe un mecanismo sutil y más ambiguo.

En un primer momento tal parece que, en la idea de Steiner, la amistad ocurre en un campo con muchas menos limitaciones que las del amor de pareja –en un terreno más fértil, más propicio, por decirlo así. Visto de otro modo es como si, en el caso de una relación de pareja, el sexo lo perturbara todo, caso contrario al de la relación de amigos, que por estar exenta de atracción sexual puede desarrollarse con soltura por todas las vías que le plazca, emocionales o políticas, creativas o laborales, etc. “La amistad no requiere de sobornos ni de juguetes sexuales; de unos previos elocuentes ni de vaselina”, apunta Steiner.

Y es allí adonde el autor arriba para proponer su aventurada hipótesis. El impulso sexual puede ser perturbador pero quizá, por encima de todo, la cualidad que le es más propia es que termina, es finito. A la fogosidad de la juventud se impone la mansedumbre de la madurez, los vientos cálidos e impetuosos del verano se reducen a una corriente más bien dócil y apenas perceptible en el invierno de la vida, y aquel desenfreno que quizá caracterizó los años jóvenes de una relación con el paso del tiempo se convierte, según Steiner, “en la energizada serenidad de la camaradería”.

Dicho “homicidio”, entonces, es menos trágico de lo que quizá supusimos al principio. El amor termina asesinado por la amistad pero la suya es una “muerte dulce”. Veamos cómo concluye, magistralmente, Steiner:

Con esta destrucción del eros a manos de la amistad, esta metamorfosis al interior del matrimonio requiere tanto de madurez como de buena suerte. Quizá por eso la amistad entre hombres y mujeres es una condición privilegiada, poco común, sobre todo durante los años de juventud. Puedo estar equivocado, pero esta modulación de eros en philia, el retroceso concomitante del amor, es un tema mayúsculo, ignorado por la ficción clásica y moderna. No tenemos una gran novela que muestre cómo dos amantes se vuelven amigos (aunque George Eliot habría tenido la maestría necesaria para hacerla). Bajo esta perspectiva, la amistad ciertamente puede ser la “asesina” del amor. Los ríos turbulentos mueren en la calma del mar.

 

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Imagen principal: Orazio Gentileschi, 'Cupido y Psique' (ca. 1610)