Por: pijamasurf - 08/27/2014
Leonardo Ulian es un artista que ha tomado una herramienta de la filosofía y el pensamiento budista (el mandala, literalmente círculo) y lo ha "occidentalizado" con resultados fascinantes. El material de trabajo que utiliza para sus collages e instalaciones son computadoras y televisores viejos, como los que se desechan a diario en todas las ciudades del mundo; pero Ulian cree que el acto de desechar es más profundo. En entrevista con Wired dijo:
Sólo usamos las máquinas y no sabemos qué hay dentro de ellas. Yo quería sacar lo que estaba dentro de las cajas de esas máquinas y mostrar la belleza que contienen.
Tal vez no muchas personas consideren que circuitos, microchips y otros elementos invisibilizados pero indispensables para el funcionamiento de nuestras "máquinas" podrían ser, en sí, un material de trabajo artístico, ajeno a su función --e incluso despojado de la función para la que fueron hechos: se trata de una especie de renacimiento, de reencarnación o espiritualización de la materia a través de su paso por el limbo del basurero hasta convertirse en piezas de enigmática, geométrica belleza.
Los monjes budistas que hacen ritualmente mandalas de arena de colores ponen tanta ceremoniosidad en su manufactura como en su posterior destrucción. Es el elemento efímero precisamente lo que interesa a Ulian, pues "en cierto sentido, la tecnología es efímera; siempre está evolucionando, y siempre estás buscando el nuevo teléfono o la nueva computadora, así que es como un mandala. Se extinguen y no pueden ser permanentes.
Su nueva serie, Microchip Synapse, enfatiza en el elemento de interacción humana que da sentido y función a la tecnología: "Vivimos en un momento donde la electrónica realmente cambia las fronteras de cómo percibimos la realidad".
¿Qué es lo que hace sagrado a un objeto? No hablamos necesariamente de objetos ceremoniales, sino de todo aquel objeto que se vuelve único e insustituible para una persona o una comunidad.
Creamos objetos sagrados todo el tiempo, aun sin darnos cuenta. Basta ver a un niño cuando convierte un muñeco de peluche, una cobija, una almohada, en lo que los psicólogos llaman ‘objeto transicional': un objeto en el que depositan amor y tiempo, y que genera una angustia enorme cuando es perdido, aunque se intente sustituirlo con otro idéntico.
El objeto sagrado es como una parte de nosotros que se exterioriza, una manifestación de nuestros deseos. Son como piezas que regresan a la orilla y nos permiten reconstruir un recuerdo que ha naufragado en el mar del tiempo.
Cada objeto sagrado es un contenedor de historias que sólo pueden ser detonadas en la cabeza de quien las conoce. Dos de los grandes lamentos de los pueblos indígenas son la pérdida de sus territorios originarios y la pérdida de sus objetos ancestrales. Y esto no es casual, pues el territorio y los objetos sagrados son el vínculo que existe con los orígenes y con los dioses. Si se pierden estos vínculos se pierde la brújula, y no hay forma de tener contacto con la realidad.
Mientras más es usado un objeto sagrado, más precioso se vuelve. Tanto que incluso te sientes atraído a él; puedes sentir cómo tiene una energía distinta al resto de las cosas. Cada familia y cada comunidad tienen objetos que llevan con ellos mucho tiempo y que son heredados generación tras generación. Pero un objeto sagrado puede ser también un objeto ajeno que, con sólo verlo, nos atrae de una manera distinta. Como señala Kashiwaya Sensei, maestro de aikido, “Si tallas un Buda que no tiene ki, no se venderá. No atraerá a un comprador” .
Mientras un museo ve los objetos sagrados como obras de arte, las personas y los pueblos que los conservan los ven como objetos vivos, y cada que un objeto perdido está de vuelta, se le recibe igual que a un familiar desaparecido.
Estos objetos habitan un reino distinto; sólo entendemos parte de su realidad, así como no entendemos del todo a nuestros seres más queridos.