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Una crónica híbrida de un viaje alucinado por la literatura y por el espacio geográfico en la que la reseña se funde con la experiencia.

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La ciudad se narra a sí misma. Aunque parecen infinitas, en el Distrito Federal conviven y se forjan millones de historias, individuales y colectivas. Como los cauces de un río amplio y majestuoso, cada historia se multiplica, se cruza y se corrompe al mezclarse con otras. El ser humano es un ser narrativo.

En octubre Rafael Toriz, amigo y colaborador de este espacio, presentó La ciudad alucinada, su fantástico quinto libro, una rara mezcla de géneros que dibujan más el paisaje interno del autor que una realidad urbana o la definición de un país desde un punto de vista extranjero, porque como bien dice:

No debemos entender la ciudad como un espacio cerrado y permanente, puesto que su sitio verdadero, el instante de su acontecer, ocurre en el desplazamiento, en sus distintas aceleraciones y en su abigarrada contingencia: ninguna ciudad es una maqueta.

Habla en particular sobre Buenos Aires, con algunas pinceladas sobre la cultura argentina, pero por añadidura habla también de México, del Distrito Federal o de Xalapa, su ciudad natal. Exiliado por decisión propia en ese país del sur, en su libro despotrica de todos los lugares. El narrador no se contenta con nada, y es ese tono desfachatado y que lleva la contraria lo que ilumina sus páginas.

Digo "el narrador" pese a que el libro está configurado a base de fragmentos: el diario, la crónica y el ensayo, quizá con algunos retazos de ficción indistinguibles del resto. Sin embargo se lee como novela. Al final escribe:

La vida es una novela, una suerte desquiciada de crisoles alucinantes y sensaciones contradictorias: mi existencia ha sido trepidante, desconsolada y hasta dichosa. Soy un personaje dividido en esquirlas. Una conciencia en un laberinto de espejos: barcos henchidos con velas de lumbre. [...] Mi vida es una novela... Me encantaría titularla La ciudad alucinada.

Hay un autor, un narrador y un personaje, que no necesariamente se apellida Toriz, aunque así parezca. Al menos esa es la impresión que me dejó la lectura.

Portada

La manera en que está estructurado recuerda al clásico contemporáneo de Claudio Magris, descrito en la cuarta de forros como sigue:

El Danubio, que ha sido calificado como "un maravilloso viaje en el tiempo y el espacio", enlaza con el "tourisme éclairé" de un Stendhal o un Chateaubriand, e inaugura un nuevo género, a caballo entre la novela y el ensayo, el diario y la autobiografía, la historia cultural y el libro de viajes. En palabras de su autor, el libro es "una especie de novela sumergida: escribo sobre la civilización danubiana, pero también del ojo que la contempla", y fue redactado "con la sensación de escribir mi propia autobiografía".

El libro de Toriz concuerda más con esta descripción que con el libro como tal. La prosa espesa de Magris es el polo puesto de la de Toriz, que vuela y relampaguea mientras la otra se estanca. La sensibilidad tropical del escritor veracruzano contrasta con la mirada fría de la Europa mediterránea, a la que los argentinos se sienten tan apegados. 

Uno de los personajes reales que habitan esas páginas alucinadas es Samuel Covarrubias, fina muestra de esos escritores marginales que poca gente ha leído, que en ocasiones se mencionan en las aulas y cuyos libros se esconden en las librerías de viejo, pues ya nadie los edita. En un texto reciente, Covarrubias confiesa:

Mi relación con la narrativa, que acaso habría podido sacarme de pobre, fue también un tema complicado. Si bien en alguna beca, cuando era más joven, algún tutor vio en mí capacidades para la construcción ficcional, todo se fue al carajo por el exceso de una de las mayores virtudes que puede tener un escritor pero que usada sin moderación es un cáncer en el colon: la ironía, como el amargo de angostura, es necesaria para preparar un buen Martini, pero usada en demasía avinagra la existencia.

La influencia de Covarrubias en Toriz es evidente, junto con Gombrowicz, Wilcock y Fonseca, otros personajes de la misma alucinación.

Más allá de la originalidad del libro y de la prosa que avanza danzando me pregunto cuál es la relación del ser humano con la narrativa. Queremos que nos cuenten historias, que una línea dramática, por llamarla de otro modo, guíe nuestros pasos, quizá porque la vida acaba siendo una narración en sí misma, y la historia de la humanidad se cuenta igual. Al hablar del universo se empieza por el principio de la trama, el big-bang, y las cifras kilométricas que significan fechas nos dan una idea, aunque sea vaga, de su historia, con las perspectivas a futuro como posibilidades narrativas. Fuera de eso sólo queda la especulación. ¿Hay otros universos? ¿El nuestro es parte de algo más grande o no hay nada más? Las leyes de la física que gobiernan este universo parecen claras, y trazan un camino narrativo que podemos entender. Los número tejen su propia historia. Lo demás no lo entendemos, o al menos no como entendemos nuestra vida, la de la humanidad, la de la Tierra y la del universo. Y entonces todo son historias, con su grado de realidad y de ficción.

David Foster Wallace se debatió siempre entre la no-ficción y la ficción. En una carta escribió: "Volveré a ser un escritor de ficción o moriré en el intento"; y en otra: "No sé por qué la comparativa facilidad y el placer de escribir no-ficción siempre confirma mi intuición de que la ficción es realmente Lo Que Tengo Que Hacer, pero es así, y ahora estoy aquí de regreso azotando continuamente (en todos sentidos de la palabra) y alimentando mi bote de basura". Declaraciones notables para un escritor tan dotado para el ensayo. Quizá sintió que la ficción tiene un mayor alcance, o que abre la puerta a ciertos rincones ocultos de la psique y el corazón humanos, como sucedió con Krzysztof Kieslowski cuando dejó de hacer documentales para hacer ficción, por razones similares.

La llegada de Toriz a México coincidió con la orfandad de Breaking Bad, la serie que será recordada como un hito en la historia de la televisión. Se puede recurrir a The Wire, el abuelo, o a The Sopranos, el padre, si es que no se han visto, pero los personajes de Breaking Bad y sus poquísimos momentos estáticos han sido, en mi opinión, hasta ahora imbatibles. El ritmo de la creación de Vince Gilligan no deja tiempo para respirar. Como en las series de televisión el guionista es rey, y el director un empleado más de la franquicia, las historias que ahí se cuentan comienzan a devorarse al cine, su progenitor.

La ciudad alucinada fue para mí un paliativo necesario ante la ausencia de Walter White y Jesse Pinkman: "Vi pasar la soledad del mundo por el quicio de mi ventana".