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Una de las corrientes artísticas más interesantes del momento, el bioarte, se debate entre la ética y la estética; ¿es válido utilizar la vida como materia prima para generar obras de arte?

 bioarte

Desde hace siglos los procesos artísticos y los biológicos han mantenido una relación de inspiración, tal vez mutua, que se ha desdoblado en memorables piezas, dignas cristalizaciones de la creatividad humana. Estas transitan las fronteras de dos mundos, que lamentablemente fueron separándose a lo largo del tiempo, pero que esencialmente comparten un mismo espíritu: el arte y la ciencia. 

Sin embargo, hace un par de décadas se gestó un reencuentro entre ambos, y diversos artistas comenzaron a trabajar con biólogos para comenzar a hilar un nuevo y polémico movimiento: el bioarte. Esta corriente utiliza tejidos vivos de animales, incluidos humanos, así como bacterias y otros organismos como materia prima para entablar reflexiones biológicas a través de la creatividad, la catarsis y la  estética. 

El primer antecedente directo del bioarte ocurrió en 1995, cuando un anestesiólogo de la Universidad de Massachusetts, Charles Vacanti, y una ingeniera química del MIT, Linda Griffith-Cima, implantaron un cartílago crecido en su laboratorio, al que le habían dado la forma de un oído humano, bajo la piel de un roedor calvo. Y a pesar de que los fines de este par de investigadores eran exclusivamente científicos, lo cierto es que este estrambótico híbrido transanimal impactó significativamente a un grupo de artistas que vieron en este experimento un nuevo cauce para manifestar sus discursos creativos.

"Fue una imagen tan fuerte para los artistas, como un sueño surrealista hecho realidad. Nos dimos cuenta de que la vida podía ser utilizada como materia prima", afirma Ionatt Zurr, miembro del laboratorio artístico Symbiotica, uno de las plataformas pioneras del bioarte.

Pero el experimento de Vacanti y Griffith-Cima no solo fue interpretado por diversos artistas como una especie de invitación a tomar lo vivo como un preciado material, también sentó las bases para definir uno de los pilares esenciales dentro de este movimiento: la transgresión. Ignorar las fronteras tradicionales que separan a las especies, esquivar los dilemas éticos y pisotear los tabúes morales, son ahora ingredientes fundamentales de la propuesta bioartística.

Un par de años después, en 1997, el artista Eduardo Kac acuñó por primera vez el nombre de bioarte. En esa ocasión utilizó esta nueva etiqueta para describir su pieza Time Capsule, la cual consistió en implantarse a sí mismo un microchip en el tobillo. Y eventualmente el término pasaría a congregar cualquier trabajo que, con intenciones artísticas, utilizara organismos o tejido vivo como materia prima (también existe una extensión conocida como sciart, que engloba todo aquel proyecto de arte en el que colaboran científicos y artistas para dar vida a una pieza).  

El bioarte nació en un momento en el que, fiel a su paradójica naturaleza, converge con otras tenencias, algunas de las cuales favorecen su noción de radical exploración y otras que, por el contrario, se han dedicado a descalificarlo. En el primero de los casos podríamos mencionar la tendencia hacia la interdisciplina, como un ejemplo de las pautas culturales que se sintonizan favorablemente con este movimiento. El hecho de debilitar fronteras entre la química orgánica, la biología, el arte performance y las intervenciones artísticas, es uno de los ejemplos más tajantes de esta condición contemporánea. En el segundo de los casos tenemos una creciente conciencia en torno al respeto de la vida animal, tendencia que ha provocado que los autores y obras bioartísticas sean frecuentemente condenados y denunciados como promotores del maltrato. 

Tal vez la principal crítica a esta práctica, más allá de los postulados conservacionistas de animales, tiene que ver con un añejo dilema ético: ¿Tiene el hombre autorización para experimentar con la propia vida que lo anima? ¿Puede considerarse a esta exploración como un viaje a las profundidades más íntimas de nuestra esencia bomaterial? ¿O en realidad se trata de un sacrilegio, ligado al ego del ser humano, a la ambición de ir más allá del rol que nos fue asignado, transgrediendo el orden divino, lo cual podría implicar consecuencias funestas para nuestra raza (recordemos el caso Frankenstein)?

Pero lo cierto es que a pesar de las múltiples condenas y la viva polémica que esta corriente artística, esencialmente provocativa e incluso shockeante, ha despertado, el bioarte se ha consolidado como uno de los movimientos creativos más importantes de la actualidad. Para muestra de lo anterior, basta con saber que el Wellcome Trust, una de las mayores organizaciones filantrópicas del mundo, que asigna un presupuesto considerable a proyectos artísticos, recibe el doble de peticiones de financiamiento a iniciativas de bioarte que las que registraba hace apenas cinco años. De acuerdo con Jenny Paton, asesora de arte de Wellcome Trust, esta popularización se debe a que el arte y la ciencia han logrado establecer una relación simbiótica: los artistas obtienen fundamentos que respaldan su discursos y asistencia en los procesos biotécnicos para lograr sus piezas, mientras que los científicos aprovechan el escaparate artístico para dar una mayor proyección a sus investigaciones y descubrimientos. 

Quizá la mayor interrogante que podemos plantear en torno al polémico arte es qué tiene mayor importancia, si la persecución estética (con sus implicaciones evolutivas e incluso psicosagradas) o la conservación de la ética (que en muchos casos representa una estrella polar en el caótico juego que hemos hilvanado y al cual llamamos existencia). Y curiosamente, si logramos emanciparnos de nuestro sistema de realidad binario, esencialmente absolutista, podemos concluir que ambas variables no tendrían porqué ser excluyentes y, en este sentido, tendríamos que reconocer al bioarte como una práctica válida, como el siguiente paso de la exploración estética utilizada como una herramienta evolutiva (a final de cuentas, la evolución es indistinta de la poesía). Tal vez. 

May The Horse Live in Me, pieza de bioarte que propone una radical exploración de las fronteras interactivas entre distintas especies animales, en este caso la humana y la equina.  

Algunas piezas de bioarte reseñadas en Pijama Surf:

Artista se inyecta sangre de caballo para explorar la relación entre especies (VIDEO)

Crean videojuegos bióticos que permiten controlar seres vivos

Usan excremento de William Burroughs en proyecto de bioarte mutante

Científico de Harvard creará una fábrica de LSD de microbios