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La dieta tradicional de Okinawa, rica en plantas, antioxidantes y alimentos reales, es una de las claves de la longevidad en esta isla japonesa. Más que una moda, es una forma de vida que protege el cuerpo, la mente y el planeta.

Mientras la dieta mediterránea se lleva las palmas como símbolo de salud y equilibrio, otra joya silenciosa sigue cultivando vidas largas y plenas, sin aspavientos ni marketing: la dieta tradicional de Okinawa. Surgida en una de las regiones más longevas del mundo —una de las llamadas Zonas Azules—, esta forma de alimentarse no fue diseñada por nutriólogos ni influencers, sino moldeada por la tierra, el clima y una filosofía de vida que entiende el cuerpo como parte del todo.

Lejos de ser una dieta de moda, es un sistema de alimentación que combina sencillez con una poderosa lógica natural: comida real, plantas en su mayoría, y una profunda conexión con lo que se ingiere. Rica en antioxidantes, baja en calorías y azúcares refinados, y diseñada (sin querer) para combatir la inflamación crónica, esa que envejece nuestras células en silencio. Según investigaciones recientes, quienes siguen este patrón alimenticio no solo pierden peso, sino que mejoran sus niveles de azúcar, insulina y colesterol, e incluso presentan cambios positivos en su microbiota intestinal.

La clave no está solo en lo que comen, sino también en cómo lo hacen. En Okinawa se practica el hara hachi bu, un principio que invita a dejar de comer cuando el cuerpo se siente un 80% lleno. Nada de excesos ni de comer con culpa; solo atención, equilibrio y moderación. Es un ejercicio cotidiano de presencia.

En su versión más tradicional, la dieta okinawense está compuesta en un 85% por carbohidratos de buena calidad —camote, raíces, verduras de hoja verde—, un 9% de proteína y apenas un 6% de grasas saludables. El camote, en todas sus variantes (naranja, blanco, morado), es la estrella. Un alimento denso, saciante y estable para la glucosa. Le siguen el tofu, el miso, las algas marinas, las setas, las frutas locales como el melón amargo o la papaya verde, y pequeñas porciones de pescado o carne de cerdo. Los condimentos también tienen poder terapéutico: cúrcuma, jengibre, ajo, salsa de soya y hojuelas de bonito seco no solo aportan sabor, también propiedades antiinflamatorias y protectoras.

Nada está ahí por casualidad. El té de jazmín, por ejemplo, tiene efectos relajantes sobre el sistema nervioso. O el Ishimaki, una infusión antioxidante local que ha demostrado reducir la presión arterial. No se trata solo de nutrirse, sino de sanarse, prevenir, vivir mejor.

Además de los beneficios digestivos e inmunológicos, esta dieta también tiene efectos neuroprotectores. Activa genes como el FOXO3, vinculados a la longevidad, y contribuye a la conservación de los telómeros, estructuras que protegen nuestro material genético y retrasan el envejecimiento celular.

Pero como ocurre con muchas tradiciones sabias, el avance de la modernidad trajo una ruptura. Con la llegada del ejército estadounidense en la Segunda Guerra Mundial, Okinawa adoptó nuevos hábitos: el Spam se volvió parte de la dieta local, al igual que el arroz blanco, los huevos y, eventualmente, la comida rápida. El resultado ha sido un aumento en las tasas de obesidad e hipertensión. Una señal clara de lo que se pierde cuando se deja de comer con sentido.

Hoy más que nunca, volver a mirar estas tradiciones no es solo un gesto de nostalgia, sino un acto de cuidado. Cuidado del cuerpo, del entorno, de nuestra capacidad de habitar el tiempo sin enfermar en el intento. La dieta okinawense es también una dieta sostenible, respetuosa con el planeta, diseñada desde lo simple para sostener lo complejo: la vida.

Tal vez no necesitamos una nueva dieta milagro. Tal vez solo necesitamos recordar cómo comían quienes llegaron a los 100 sin dejar de cultivar su huerto.


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Imagen de portada: Gob MX