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Conocido como Tláloc desde hace décadas, el coloso de Coatlinchan podría representar a Chalchiuhtlicue, la diosa de los lagos y ríos, según antiguas disputas entre arqueólogos

La monumental escultura que resguarda la entrada del Museo Nacional de Antropología es conocida por todos como “Tláloc”. Incluso, en el imaginario colectivo, se cree que hizo llover el día de su llegada a Chapultepec. Era el 16 de abril de 1964, y la Ciudad de México fue testigo de un evento sin precedentes: el traslado de una figura de piedra de más de 165 toneladas desde el poblado de Coatlinchan, en el Estado de México, hasta su nueva morada en Paseo de la Reforma. Llovió tanto que los periódicos no tardaron en hablar de un mensaje divino: el dios del agua había llegado y se había anunciado con tormenta.

Pero, ¿y si no era Tláloc?

Detrás del apodo que le asignamos sin cuestionar hay una historia de desacuerdos, debates y hasta insultos entre dos de los intelectuales más influyentes de finales del siglo XIX y principios del XX: Alfredo Chavero y Leopoldo Batres. Uno afirmaba que la escultura representaba a Chalchiuhtlicue, la diosa del agua dulce y los lagos; el otro aseguraba que era claramente Tláloc, el dios de la lluvia y las tormentas.

La polémica fue tan intensa que ambos se acusaron mutuamente de falsarios y charlatanes en publicaciones oficiales. Chavero publicó su postura en México a través de los siglos, describiendo a la figura como femenina, de rostro y manos destruidos, que cargaba un extraño instrumento. Batres contraatacó: excavó la zona, encontró restos de infantes y figuras de barro asociadas con rituales dedicados a Tláloc, y aseguró que el supuesto instrumento era, en realidad, un máxtlatl (prenda masculina). Remató la disputa con un argumento casi burlón: "¿Si no tenía manos, cómo puede tener un instrumento?"

Ambos presentaron medidas distintas, dibujos, evidencias arqueológicas. Ninguno logró probar su hipótesis del todo. Lo que sí es cierto es que, aunque el rostro del monolito está severamente dañado, algunos de sus rasgos —como los ojos en forma de lentes y el gesto severo— coinciden con otras representaciones de Tláloc. También es cierto que muchas esculturas mexicas comparten elementos simbólicos que hoy seguimos debatiendo con herramientas limitadas frente a una cosmogonía compleja, ajena al pensamiento occidental.

El traslado del monolito desde Coatlinchan fue también un despojo. En el pueblo, muchas personas se opusieron a su partida. Para entonces, la escultura no solo era una piedra antigua: era símbolo, identidad, historia. El Estado negoció con promesas de obras públicas que nunca se cumplieron del todo. A la distancia, persiste la sensación de que Coatlinchan perdió algo irremplazable.

A pesar de las dudas, la escultura quedó marcada como Tláloc. Hoy su imagen adorna libros de texto, murales, playeras, campañas turísticas y sellos postales. Es símbolo oficial de un museo que resguarda el legado arqueológico más importante del país. Y es también un recordatorio de cómo la historia se escribe no sólo con evidencias, sino con interpretaciones, narrativas y necesidades de representación.

Así que, cada vez que pasemos frente al Museo Nacional de Antropología y lo miremos llover en su fuente monumental, valdría la pena preguntarnos: ¿quién nos observa realmente desde esa piedra? ¿Tláloc, Chalchiuhtlicue… o una incógnita ancestral cuya identidad permanece oculta tras siglos de silencio?


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Imagen de portada: INAH