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El jardín de Monet en Giverny: cuando Audrey Hepburn caminó entre los reflejos de la luz

Arte

Por: Carolina De La Torre - 06/20/2025

Descubre cómo Claude Monet diseñó su jardín en Giverny como una obra viviente de luz y color, y cómo Audrey Hepburn lo recorrió décadas después, dejando que su alma dialogara con la poesía del agua, las flores y la memoria.

Hay lugares que no solo existen, sino que insisten. Que permanecen como un susurro extendido en el tiempo, donde la belleza no se mira: se habita. Giverny es uno de esos lugares. No es solo un jardín, es un gesto. Un poema que Claude Monet sembró con la precisión de quien sabe que la luz no se atrapa con las manos, sino con los ojos entrecerrados y la paciencia de un alma que ha aprendido a esperar los reflejos.

Cuando Monet llegó a Giverny en 1883, encontró una casa de campo rodeada de tierra y potencial. No buscaba inspiración: buscaba crearla. En los años siguientes, transformó ese terreno en dos jardines complementarios: el Clos Normand, una explosión de flores ante la fachada de su casa, y más adelante, el jardín acuático, inspirado por los grabados japoneses que tanto amaba. Fue él mismo quien ordenó desviar un brazo del río Epte para crear el estanque. Plantó sauces llorones, bambús, lirios y, por supuesto, nenúfares. Cada flor fue sembrada como un latido; cada árbol, una pausa; cada estación, una nueva pincelada sobre un lienzo que nunca dejaba de moverse.

No pintaba flores, pintaba cómo la luz se deshacía sobre ellas. No retrataba nenúfares, sino la danza líquida entre el sol y el agua. Ese jardín, diseñado como si fuera un instrumento musical, era su partitura. El puente japonés no era un objeto, sino una excusa para que el verde cantara. El estanque, un espejo donde el cielo venía a mirarse.

La obra de Monet, entonces, no nació del jardín. Fue el jardín mismo quien se ofreció como obra. Sus Nenúfares, más de 250 versiones de un mismo hechizo pintadas entre 1899 y 1926, fueron creadas en un estudio conectado directamente al estanque por una pasarela. Son variaciones de una sola palabra que la luz repite al oído del agua. Y lo más subversivo de todo es que, al final, Monet desdibujó la perspectiva, se deshizo de la forma y abrazó el misterio: dejó de pintar lo que veía y empezó a pintar lo que sentía.

Décadas después, otro espíritu ligero y luminoso cruzó ese umbral. En 1990, Audrey Hepburn —flor de otros tiempos, de otra sensibilidad, pero de la misma delicadeza— caminó entre los senderos de Giverny. Lo hizo como parte de Gardens of the World with Audrey Hepburn, una serie documental para PBS en la que Audrey exploró los jardines más emblemáticos del planeta, guiada por la sensibilidad de quien ha hecho de la elegancia una forma de mirar.

En el episodio dedicado a los jardines franceses, Audrey recorre Giverny con un vestido blanco que parecía no caminar, sino flotar. No solo observaba, absorbía. Su voz, en aquel documental, no era narración: era confesión. Frente al jardín de Monet, Audrey no interpretaba; se rendía. Como si entendiera que ese lugar no estaba hecho para verse, sino para ser sentido.

Tal vez entendió, en ese instante, lo que Monet supo desde siempre: que hay jardines donde no florecen las plantas, sino la posibilidad de ver distinto. Que hay espacios donde el tiempo se vuelve tibio, se sienta contigo, y te dice: aquí no hay prisa. Aquí la belleza no grita. Se queda.
Y mientras el sol se derramaba en la superficie del estanque, es posible imaginarla ahí, de pie, en silencio, respirando ese aire saturado de pigmentos, como si el jardín aún recordara el trazo de su creador y quisiera mostrárselo solo a ella.

Monet sembró luz. Audrey la visitó.

Y nosotros, que solo miramos desde lejos, intuimos que hay jardines que no se recorren con los pies, sino con la piel y la memoria. 


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Imagen de portada: «Los nenúfares» ,Claude Monet, (a.c 920-1926)