El flautista de Hamelín y la cruzada de los niños: la historia real detrás del mito
Sociedad
Por: Carolina De La Torre - 06/08/2025
Por: Carolina De La Torre - 06/08/2025
Existen cuentos que se marcan en la piel del inconsciente colectivo, pero que huelen a sangre seca, a cuerpos chicos arrastrados por la promesa de un paraíso que nunca llegó. Cuentos que no se escribieron con tinta, sino con almas extraviadas y nombres que nadie volvió a pronunciar. Uno de esos cuentos es el del flautista de Hamelín.
Se nos contó que fue un castigo. Que el pueblo no pagó por la salvación de una plaga de ratas, y el misterioso hombre del gorro rojo, mitad trovador, mitad diablo, regresó para llevarse algo mucho más preciado: sus hijos. Se llevó a 130, dicen. Todos, menos tres: un niño ciego, uno mudo y uno que volvió por su abrigo. Los demás, tragados por la montaña, por la música, por la historia.
Pero el eco que deja esta leyenda no se pierde en los pasillos de la fantasía. Porque hay una historia aún más oscura, escondida detrás del velo del folclore. Una historia que ocurrió de verdad. En carne y llanto. En el siglo XIII, cuando la fe era fuego y la inocencia, una ofrenda.
Era el año 1212. Europa hervía entre pestes, cruzadas y supersticiones. Y entonces, ocurrió lo impensable: una cruzada hecha por niños. No soldados, no reyes. Ni siquiera hombres. Niños. Millares de ellos. Convocados por un pastorcillo francés de apenas doce años, Esteban de Cloyes, que aseguraba haber recibido una carta de Jesucristo en persona. El mensaje: liberar Tierra Santa. No con espadas, sino con pureza. No con ejércitos, sino con milagros.
Lo siguieron. Treinta mil, según los cronistas. Caminaron bajo el sol de julio, convencidos de que el mar se abriría, como ante Moisés. Que la tierra prometida era posible, si caminaban lo suficiente. En paralelo, en Alemania, un niño llamado Nicolás emprendía la misma hazaña desde Colonia, reuniendo otro rebaño de jóvenes que creían que la fe podía vencer al hierro.
Cruzaron los Alpes. Murieron de frío, de hambre, de sed. Se perdieron en senderos que no llevaban a Jerusalén, sino al abismo. Algunos llegaron a las costas de Génova y Marsella. Se plantaron ante el mar esperando el milagro. Pero el agua no se partió. No hubo señal. Solo promesas rotas.
Y entonces aparecieron los verdaderos demonios; dos mercaderes marselleses, Hugo el Hierro y Guillermo el Cerdo, ofrecieron llevarlos por mar, gratis, "por la gloria de Dios". Esteban aceptó. Siete barcos zarparon. Dos se hundieron cerca de Cerdeña. Los otros cinco llegaron a África. Los niños fueron vendidos como esclavos en Argel y Alejandría. Los que no murieron terminaron sembrando campos para gobernadores extranjeros. Algunos sobrevivieron hasta que, en 1229, un tratado imperial los liberó. Otros jamás volvieron a ver el sol de Europa.
Porque esa ciudad alemana —de donde se dice que desaparecieron todos los niños el 26 de junio de 1284— nunca supo explicar con certeza lo ocurrido. Solo quedó la leyenda, adornada con flautas y colores. Pero los registros municipales, tallados en madera siglos después, hablaban de una pérdida masiva, sin especificar razones. Y las fechas coinciden con migraciones provocadas por hambre, guerras, o, como muchos creen, por otro brote del mismo fanatismo: niños marchando hacia la nada, creyendo que los llevarían al Edén.
El flautista, en este contexto, no es solo un músico encantador. Es el símbolo de los líderes que seducen con palabras dulces, que prometen salvación y conducen al abismo. Esteban, Nicolás, los cruzados de la infancia: todos flautistas y todos niños a la vez. Todos víctimas de una época que santificaba la ignorancia y glorificaba el martirio como moneda de cambio con el cielo.
El cuento que nos contaron, con su melodía hipnótica, esconde una tragedia aún más dolorosa. Porque no fue magia lo que se los llevó. Fue la fe ciega. Fue la desesperación. Fue la miseria de una Europa medieval que no tuvo empacho en entregar a sus hijos al fuego sagrado de una guerra que ni siquiera entendían.
Queda en el aire la incógnita más perturbadora: ¿por qué los padres dejaron ir a sus hijos? Tal vez fue el temor de Dios. Tal vez la promesa —siempre presente, siempre peligrosa— de redención, que a menudo lleva a más tragedias que salvaciones.
Así, la montaña que se tragó a los niños de Hamelín es la misma donde naufragaron los barcos de Marsella. El mismo abismo. La misma música dulce que, en realidad, fue un canto fúnebre.
Y aunque no hay certeza de que el cuento del flautista se base en aquel suceso, la similitud es imposible de ignorar.
Y cuando escuchemos de nuevo la historia del flautista, recordemos: a veces los cuentos de hadas nacen de la sangre. Y lo que baila no es la infancia, sino su fantasma.