Lars von Trier: el dolor como lenguaje, el cine como herejía (GUÍA PARA SUS PELÍCULAS)
AlterCultura
Por: Carolina De La Torre - 05/01/2025
Por: Carolina De La Torre - 05/01/2025
Hay directores que iluminan. Otros, como Lars von Trier, te enseñan a ver en la penumbra. No con los ojos, sino con el nervio crudo del alma. Su cine no se contempla: se deja entrar como un animal salvaje en la casa. No golpea la puerta. Rompe el vidrio, se mete por las rendijas y se instala. Y tú, indefenso, lo dejas habitarte.
Ver una película de von Trier es aceptar que la belleza puede ser humillación, que el dolor puede ser estético, que la redención —si existe— es una trampa tan seductora como cruel. Lo sabes cuando los silencios pesan más que las palabras, cuando los cuerpos no se mueven: tiemblan, se contorsionan, se entregan a una voluntad que nunca es propia. Lo sabes porque sientes un nudo que no es sólo estomacal: es metafísico.
El estilo de von Trier es ese lugar donde se tocan la poesía enferma y el teatro de lo real. Donde el dogma no es una regla, sino un rito. Su cámara no observa: se arrastra, respira, se sacude. Su montaje no corta: sangra. Sus mujeres –porque casi siempre son ellas las que cargan la cruz… son vírgenes, brujas, mártires, demonios. Siempre más humanas que los hombres, y por eso más condenadas.
El espectador que entra en su universo sin defensas entiende, casi sin palabras, que está en terreno von Trier cuando lo que ve ya no parece ficción pero tampoco vida. Es otra cosa: una misa negra en la que tú también terminas confesando tus culpas.
La fe como autoflagelación. El amor como trance. Bess, esa santa bastarda, nos guía por un camino donde los milagros se pagan con carne. El alma de esta cinta no se ve: se percibe en forma de latido errático, como si el corazón de Dios estuviera temblando.
Aquí el castigo es musical. Björk canta como si con cada nota supiera que va a morir. La justicia no existe. La esperanza es un espejismo. Pero aun así, bailamos. Porque a veces el único refugio posible es la imaginación, aunque esté condenada.
Un escenario vacío como alegoría del alma humana. Aquí todo es teatro, excepto la violencia. Nicole Kidman es la luz que expone lo podrido del pueblo. Y tú, como espectador, no sabes si compadecerte o temerle. La moral se vuelve un pantano donde cada paso hunde más.
La naturaleza no es sabia: es cruel. El sexo no une: desgarra. Él y ella son Adán y Eva poseídos por la culpa ancestral. No hay pecado original, solo el eco de la muerte en los árboles. Y tú lo ves, no con morbo, sino con un estremecimiento sagrado.
La tristeza se vuelve planeta, la ansiedad una órbita inevitable. Justine no teme al fin del mundo porque ya lo tiene dentro. El apocalipsis llega con una belleza tan perfecta que da miedo. Y al final, solo queda un círculo de ramas y una niña que aprendió a esperar el silencio.
Joe no es una víctima, pero tampoco una heroína. Su historia es un tratado sobre la culpa y el deseo, contado como si fuese música de cámara para masoquistas emocionales. Cada capítulo es una confesión, y tú escuchas, sabiendo que alguna parte de ti también se esconde ahí.
Jack construye su casa con cadáveres como si cada crimen fuera una carta de amor al caos. Von Trier se disfraza de asesino para hablarnos del arte, de la obsesión, de la necesidad de trascender a través de la destrucción. Aquí, el infierno tiene forma de galería.
Von Trier no busca espectadores, busca cómplices. No quiere que le aplaudan: quiere que le temas. Porque sabe que el arte no está en contar historias, sino en desenterrar lo que otros prefieren callar. Su cine es un espejo roto, y tú te asomas no para verte, sino para recordar que también eres fragmento.
Y entonces, tal vez, entiendes: no estás viendo una película. Estás siendo visto. Y eso, en tiempos de anestesia visual, es lo más peligroso —y necesario— que puede ofrecer el cine.