Las mujeres de La Salpêtrière: la invención visual de la histeria femenina
Arte
Por: Carolina De La Torre - 04/15/2025
Por: Carolina De La Torre - 04/15/2025
"Para Joaquín, el milagro de las mujeres tras la lente no sólo era obvio, sino además irreversible. No había que cambiar nada, lo que tenían que hacer era aprender a ver. Todas estaban ahí, suspendidas dentro de ellas mismas, tan contenidas que su fuerza amenazaba con destruir el ojo que las espiaba."
Cristina Rivera Garza, «Nadie me verá llorar»
La locura, ese fragmento desquiciado de nuestra psique, ha sido observada, diseccionada y representada a lo largo de los siglos como una criatura inalcanzable, un espejismo de nuestro ser más profundo, un enigma que nos repele al mismo tiempo que nos atrae. En el siglo XIX, bajo la luz tenue y desafiante de la razón científica, se construyó en París un lugar tan fascinante como inquietante: el Hospital de la Pitié-Salpêtrière, con el tiempo conocido solamente, icónicamente, como "La Salpêtrière". Este no era un simple manicomio, sino un laboratorio de almas rotas, una máquina óptica capaz de descifrar los huecos de la mente humana.
En una de sus épocas más célebres, el director de este teatro de la mente fue Jean-Martin Charcot, neurólogo de renombre que dedicó su vida a estudiar los trastornos de la psique. Charcot, considerado uno de los padres de la neurología moderna, fue el responsable de popularizar el concepto de la “histeria” y de emplear el espectáculo como método para estudiar la mente humana. Como "jefe de servicio" de La Salpêtrière, Charcot organizó una serie de demostraciones públicas en las que pacientes, principalmente mujeres, se convirtieron en el centro de la escena. Estas mujeres no eran elegidas al azar. Procedían de sectores vulnerables de la sociedad parisina: pobres, enfermas, muchas veces marginadas.
Se les recluía en la Salpêtrière bajo el diagnóstico de histeria, una condición que, en el contexto de la época, era casi un eufemismo para las dificultades emocionales y psicológicas de las mujeres. Las mujeres –y en particular sus cuerpos y su psique– se convirtieron así en un territorio seleccionado para la observación y clasificación de la locura. En un ambiente clínico que parecía en realidad una representación teatral, Charcot hacía que sus pacientes mostraran los síntomas de su enfermedad ante un público que, desde el mismo escenario, las observaba con fascinación. Mujeres que, al entrar al anfiteatro, no solo eran observadas como espectros de un dolor invisible, sino como actices forzadas a mostrar el abismo de sus almas en una dramatización de la locura. Un espectáculo donde lo grotesco y lo sublime se entrelazaban; donde el cuerpo, trastornado por la enfermedad, se convertía en la última frontera del conocimiento.
Y entonces, en este escenario de observación y control, Charcot no solo las observaba: las fotografiaba. Como un fotógrafo de lo irrepresentable, capturaba la esencia de lo inexplicable a través de la imagen. Cada convulsión, cada manifestación de la histeria, era una imagen que reflejaba la fragilidad de la razón humana, incólume según sus teóricos, imperturbable según la filosofía cartesiana (tan fundamental en el medio científico e intelectual francés).
Las cámaras de la época inmortalizaron estos momentos, y aunque cumplieron la función por la cual se realizaron en su época, con el tiempo surgieron otras preguntas. ¿Qué transmiten esas inquietantes imágenes? ¿Por qué se sintió la compulsión a convertir en documentos esos cuerpos, esos rostros, esos gestos, con la permanencia y la pretensión de "exactitud" que da la fotografía? Después de todo, las imágenes son representaciones de la vulnerabilidad, de la caída de las barreras que nos protegen de lo irracional, del desgarro interno de quienes, ante la mirada científica, se convierten en objetos de estudio. Y además ahora una revisión bajo la mirada de los conceptos de nuestro tiempo nos hacer verlas más allá de testimonio visual y encontrar en ellas violencia simbólica que también traen consigo, pues al igual que los experimentos de Charcot, las fotografías redujeron a esas mujeres a un objeto de observación, despojándola de su humanidad y convirtiéndola en un vehículo para el conocimiento.
Estas imágenes registran poses, ataques, gritos, todas las posturas del delirio. Parece como si todo estuviese encerrado en esas fotos porque la fotografía parecía capaz de traslucidar íntegro el vínculo entre el fantasma de la histeria y el fantasma del saber. Un juego de seducción y dominio: médicos obsesionados con capturar la histeria y mujeres que, conscientes de su papel, amplificaban sus gestos hasta convertirse en espectáculo. La clínica dejó de ser solo un lugar de estudio para volverse un teatro donde la histeria se delineaba y se interpretaba, bebiendo del arte y la pose. Pero cuanto más se prestaban a ser observadas, aquellas mujeres más se diluían en la imagen que de ellas se deseaba ver. La fascinación era efímera. Lo que inició como devoción terminó en hartazgo, y el deseo de conocer mutó en desprecio.
En una sala bañada de luz, con un camastro como escenario, las pacientes de La Salpêtrière eran fotografiadas mientras se les inducía a estados alterados mediante hipnosis, estímulos sensoriales y otros métodos que se creían entonces o los agentes provacadores de la histeria o los recursos para su cura. Pronto el lugar dejó de ser solo un espacio de observación para convertirse en una fábrica de imágenes, dando vida a Iconographie photographique de La Salpêtrière, el primer archivo visual de la histeria, compilado por Désiré-Magloire Bourneville y Paul Régnard entre 1877 y 1880.
¿Pero qué estaba sucediendo en el interior de esas mentes aparentemente caídas en la desesperación? Charcot, acaso con el espíritu de un alquimista pero con una mente decididamente moderna, intentaba descubrir los secretos ocultos tras esa pared de cristal invisible que separa la razón de la locura. Y como si la verdad estuviera en sus fragmentos, usó la visión como método. Cada ataque histérico, cada convulsión, era una pieza más en su rompecabezas, una grieta más de ese cristal roto. Sin embargo, el armado nunca era definitivo, nunca se alcanzaba el alma –como el niño que, en su ansia de conocer, destroza su juguete solo para encontrar que no hay nada en su interior–.
La Salpêtrière fue tanto un laboratorio de ciencia como un escenario donde se intentó definir los límites de la locura. La obsesión por observar y comprender lo incomprensible planteaba una paradoja: ¿se puede conocer realmente al otro cuando se le reduce a un objeto de estudio? ¿Era la ciencia un reflejo del deseo de control o solo un intento fallido de atrapar lo indescifrable?.
En este escenario, la locura deja de ser una simple patología para convertirse en un símbolo. Un símbolo que se cuela en el inconsciente colectivo, que se disfraza de miedo y fascinación, como un espejo que refleja nuestras propias fragilidades. En las mentes de aquellos que presenciaron estos espectáculos, la imagen de la mujer histérica, el cuerpo transgredido por la enfermedad, se selló como una marca indeleble. La mujer, en su dolor, se convirtió en el avatar de lo irracional, una figura que evocaba el misterio y la amenaza de lo incomprensible.
La histeria femenina, tan fascinante para los médicos de la época, también despertaba un interés morboso en el público, especialmente en los hombres. El sufrimiento de estas mujeres, exhibido de forma casi ritual, alimentaba la curiosidad y el deseo de conocer lo que permanecía vedado. En la sociedad de aquel tiempo, la histeria femenina se convirtió en un espectáculo cultural que no solo llenaba los anfiteatros de La Salpêtrière, sino que, como un veneno invisible, se filtraba en las mentalidades colectivas de toda una época. Este fenómeno, esta fascinación por la fragilidad de la mente femenina, no ha cambiado mucho con el paso de los años. La mujer sigue siendo, en muchos casos, el objeto de esa fascinación, y la histeria, la locura, sigue siendo un mapa inventado donde lo irracional y lo desconocido se encuentran.
Hoy esa imagen persiste, alimentada por décadas de representación cultural. La mujer como un ser que debe ser comprendido, controlado, a través del espectáculo de su sufrimiento. Y aunque hemos avanzado en la medicina, el arte y la filosofía, esa imagen, esa construcción, sigue viva en el imaginario colectivo, como un cristal roto que nunca termina de caer completamente.
La historia de Charcot y La Salpêtrière no es solo una historia de ciencia: es una lección sobre el poder de la imagen y el sufrimiento. Es una reflexión sobre cómo lo que se muestra, lo que se observa, no solo define lo observado, sino también a quien observa. La fascinación por la locura, por lo que escapa a nuestra comprensión, sigue siendo un espejo en el que nos vemos reflejados, aún sin saber si realmente deseamos ver.