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Estudio revela que haber crecido en un ambiente violento afecta la memoria, la atención y otras capacidades cognitivas

Hasta cierto punto, es muy evidente que la violencia genera efectos en múltiples ámbitos que conciernen al desarrollo humano, tanto en su dimensión subjetiva como en la comunitaria y social.

Pero si esto podría dudarse, en los últimos años numerosos estudios han demostrado que cuando se sufre durante los primeros años de vida, la violencia puede llegar a alterar la estructura del cerebro, incrementando la incidencia del desarrollo de conductas de riesgo o trastornos mentales durante la adolescencia y la edad adulta. 

En particular, una investigación auspiciada por el Instituto Nacional de Abuso de Drogas de Estados Unidos encontró que haber visto o experimentado violencia durante la infancia modifica la arquitectura de la red cortical; principalmente, del cíngulo anterior izquierdo (encargado de la regulación emocional y de los impulsos), la ínsula anterior derecha (la percepción subjetiva de las emociones) y el precúneo derecho (el pensamiento egocéntrico). 

En otras palabras, haber visto o sufrido algún tipo de violencia durante los primeros años de vida tiene como consecuencia la alteración de la percepción y una marcada dificultad para regular las emociones. El aumento en la activación de la ínsula anterior sugiere también que en la persona se genera el deseo un tanto irracional e incontrolable de consumir drogas sin pensar en las consecuencias que dicho abuso podría tener para sí a nivel físico, emocional, laboral o familiar. 

 

La violencia también afecta la memoria, los pensamientos, la motricidad y las emociones

Haber crecido en un ambiente violento no sólo se ha vinculado con un aumento en la probabilidad de abusar de sustancias psicotrópicas o desarrollar conductas compulsivas, sino que también afecta la memoria, la atención y la capacidad de conocerse a sí mismo. Es decir, al estar afectada la región de la circunvolución frontal medial, las personas que han vivido o visto violencia pueden: 

  • Tener pequeñas pérdidas de memoria de períodos de su vida.
  • Mezclar pensamientos, intenciones o creencias.
  • Pasar por alteraciones cognitivas y perceptivas que los llevan a reaccionar emocionalmente con desmesura.
  • Sufrir pequeñas fallas en la coordinación motriz y percepciones sensoriales que les hacen parecer torpes o poco hábiles con su cuerpo.

La investigación sugiere que estos efectos en la mente, la percepción y las habilidades motrices y cognitivas se explican porque “el maltrato infantil es un factor estresante grave que altera las trayectorias del desarrollo cerebral”. Al respecto, los autores del estudio agregan:

Las regiones que participan en el monitoreo de la percepción o conciencia interna de las emociones se convierten en núcleos de actividad sumamente conectados y por lo tanto pueden ejercer mayor influencia en el comportamiento de una persona. Al mismo tiempo, las regiones que controlan los impulsos pierden conexiones y quedan relegadas a una labor menos central dentro de la red. Estos cambios pueden sentar las bases para que haya un mayor riesgo de consumo de drogas y otros trastornos de salud mental a lo largo de la vida.

Como mencionamos en un artículo previo respecto del abuso del alcohol y otras sustancias nocivas, la violencia sufrida en la infancia puede ocasionar un trastorno de estrés postraumático que deriva no sólo en conductas autodestructivas y de autosabotaje, sino también en una forma general de vida caracterizada por pensamientos, emociones y conductas marcadas por la violencia y el abuso, sea, por un lado, como una personalidad que teme en todo momento volver a sufrir el abuso experimentado o, por el otro, a manera de reacción irracional, esperar la ocasión de infligir a otros más débiles el mismo daño sufrido. 

En ese sentido, el estudio (que puede consultarse en este enlace) no hizo más que comprobar que la violencia deja marcas en la mente y el cuerpo, en sus capas más profundas, y que dichas heridas pueden afectar el desarrollo de una persona y tener efectos muchos años después de cuando se vivió la experiencia traumática.

 

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