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Las fotografías de Pat Martin, galardonadas recientemente en Londres, ofrecen una perspectiva original de la esencia humana

Por mucho tiempo, el arte estuvo asociado con las ideas de belleza y perfección, entre otras afines. En Occidente, esta idea tuvo su origen en la Grecia clásica, en donde las distintas manifestaciones artísticas (y aun otras expresiones del pensamiento humano como la filosofía) tuvieron en la belleza su finalidad última. Una escultura, un verso, una pintura, debían aspirar a lo bello y por ende mostrarlo, condensarlo, extraer la esencia de lo sublime para en cierto modo volverla terrenal para disfrute del ser humano.

Dada la gran influencia de la cultura griega en el desarrollo histórico de Europa, dichas ideas sobre el arte se preservaron casi íntegras a lo largo de todas las épocas, salvo quizá por la Edad Media, en donde la influencia religiosa sobre el arte modificó parcialmente la perspectiva de los creadores. Pero, en todo caso, la armonía de las formas, la recreación de lo bello, la imitación de la perfección natural fueron por más siglos todavía las disposiciones con las que los artistas se acercaban a su materia y a su obra.

Un día, sin embargo, las cosas cambiaron. Particularmente en la transición del siglo XIX al XX, Europa vivió una de las épocas más convulsas de su historia. Como resultado de un proceso social que se había iniciado con las revoluciones burguesas del siglo XVIII, algunas de las grandes instituciones que habían mantenido en pie la cultura europea comenzaron a derrumbarse hacia finales del XIX: las casas reinantes, la familia patriarcal, los mecenazgos, las riquezas heredadas. Y Europa entró en crisis. La Primera Guerra Mundial fue la manifestación mas evidente de dicha suma de contradicciones y, con ésta, uno de los momentos más horríficos de la historia de la humanidad. Por primera vez, millones de personas habían muerto en un solo episodio bélico a manos de otros seres humanos. La Segunda Guerra Mundial fue, en ese sentido, la confirmación de un movimiento confuso de la humanidad, dominado notablemente por la pulsión de muerte y destrucción que forma parte de nuestra estructura subjetiva.

En ese contexto, el mundo del arte se transformó radicalmente. Las pinturas de Otto Dix podrían tomarse como un buen ejemplo del giro radical que dio la expresión artística en esa época. También la actividad editorial y literaria de Karl Kraus, o la música de los compositores de la Segunda Escuela de Viena (Alban Berg y Anton Webern, entre otros). Las ideas de lo bello y lo sublime en el arte fueron duramente cuestionadas e incluso podría decirse que por ciertos momentos fueron desplazados por inquietudes más urgentes y auténticas.

El arte, entonces, ya no tuvo la obligación de ser bello ni sublime. O, mejor dicho, el arte ya no pudo reflejar una belleza que en cierto modo había dejado de existir, o cuyo concepto se había resquebrajado casi por completo. ¿Cómo escribir poesía después de Auschwitz?, se preguntó atónito y decepcionado Theodor W. Adorno. Y del mismo modo podría decirse: después de la demostración de horror y barbarie del siglo XX (culmen, por otro lado, de la misma violencia atávica que el ser humano ha ejercido desde siempre y hasta la actualidad), ¿cómo poder encontrar lo sublime ahí donde quizá nunca existió?

Estos párrafos sirven parcialmente para aportar ciertas coordenadas de comprensión al trabajo de Pat Martin, fotógrafo originario de Los Ángeles que recientemente obtuvo el Premio Taylor Wessing que otorga anualmente la National Portrait Gallery del Reino Unido, el museo inglés consagrado al arte del retrato.

Martin se hizo acreedor a este reconocimiento por dos imágenes de su serie Mother (Madre), la cual, como su nombre lo indica, consiste en fotografías de su propia madre. Esto, sin embargo, que podría parecer banal, toma un cariz singular por las imágenes logradas, en las cuales el artista pudo fijar esa singular coincidencia de las cualidades más propiamente humanas: el deterioro propio de la existencia, pero también la voluntad de seguir adelante; el valor, la alegría, la tristeza, la frustración… En fin, todo eso que hace a un ser humano.

En el caso de la madre de Martin, su vida estuvo marcada en una época importante por la adicción, según relata el artista. Pero más allá de hacer de esta particularidad el eje de su proyecto (como ha ocurrido antes, en piezas en que experiencias como las adicciones o las malformaciones se toman en sí mismas como pretendidos objetos de “recreación” artística, pero en el fondo no es más que una aproximación utilitaria a la circunstancia humana), el mérito de Martin consistió en poder retratar la adicción como una pieza más de la existencia humana, como si en el fondo quisiera mostrar que, en efecto, hay personas que incurren en ese comportamiento y repiten ese patrón, pero aun con todo lo dañino que pueda ser, con los efectos nocivos que provoca, esas vidas son más que la adicción que las tiene tomadas. El ser humano es en cierto modo más que las circunstancias en las que se encuentra en determinado momento.

Martin ha explicado así el germen de su serie:

Durante la mayor parte de mi vida, malinterpreté a mi madre y fui testigo de cómo el mundo la malinterpretó. Fotografiarla se convirtió en una forma de mirar a un espejo y encontrar detalles que nunca había observado. Siempre había nuevas cosas que descubrir y algo nuevo que ocultar... Comencé este proyecto cuando, en el último momento y con la urgencia de reconectar, decidí fijarme ahí donde más miedo me daba mirar.

El arte hace tiempo que no trata ni de lo bello ni lo sublime. Más bien, como nos recuerda este fotógrafo, el arte tiene ahora y desde hace varias décadas una vocación que nos cuesta entender y aceptar, pero que le es inalienable: nos lleva a mirar aquello que aunque deseamos apartar, también forma parte de lo que somos.

 

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Twitter del autor: @juanpablocahz

 

Imágenes: Pat Martin