El olvido es una parte necesaria (y normal) del proceso de aprendizaje, y aunque pueda parecer una de esas verdades contradictorias que andan por ahí, el hecho ha sido demostrado por un estudio del profesor Edwin Robertson, del Centre for Cognitive Neuroimaging, publicado en Current Biology.
Resulta que una memoria inestable tiene la particularidad de no fijar con demasiada rigidez las nuevas habilidades y experiencias; además, la porosidad de la memoria permite la trasferencia de dichas experiencias a nuevas tareas y contextos.
Lo que la investigación trató de medir fue cómo una nueva habilidad puede traducirse en aprendizaje en una tarea diferente. Podía tratarse de ligar una habilidad motriz con una tarea de series de palabras, o viceversa; a un grupo de voluntarios se le aplicó ambas pruebas con un período intermedio de 12 horas.
Según Robertson, pudieron observar que “lo que se transfería era una relación de alto nivel entre los elementos, más que el conocimiento de los elementos individuales en sí mismos”, lo que sugiere que “la transferencia de aprendizajes a través de diversas tareas se debe a una ‘representación de alto nivel’ que sólo puede formarse cuando la memoria es inestable”.
Aquí podemos recordar la historia de Funes, el personaje de Borges que era incapaz de olvidar: su vida era un interminable catálogo de percepciones y sensaciones de una alarmante riqueza; sin embargo, su vida era miserable, pues al ser incapaz de olvidar nada, de alguna forma era incapaz de aprender; su función se limitaba a administrar su siempre creciente archivo de memorias.
Por eso es que el olvido es como el espacio en blanco que permite la articulación de palabras en el lenguaje escrito: aquello que se omite, que se deja de lado para permitir la comunicación, así como el silencio que prestamos al otro al escucharlo.