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La historia que cuentan estas estatuas de mármol a pesar de sí mismas es la de la codificación de roles masculinos y femeninos en la dinámica de poder que persiste en nuestros hábitos mentales hoy en día
Las Tres Gracias, Museo del Louvre

"Las tres Gracias", Museo del Louvre

Es una de esas cosas que, una vez que las notas, ya no hay vuelta atrás. Basta darse una vuelta por alguna sala donde se expongan estatuas clásicas, de la Antigüedad griega o romana: los héroes, los reyes e incluso los pastores son mostrados en un abanico de actitudes y poses, siempre mostrando detalladamente los genitales. Penes erectos, penes dormidos, escrotos colgantes o redondos, con exquisita precisión. Pero la periodista Syreeta McFadden notó una curiosa (y aterradoramente obvia) inconsistencia: el sexo de las estatuas femeninas, de las diosas, ninfas y nereidas que pueblan las mitologías marmóreas de los museos tienen pelvis lisas, sin ninguna sugerencia de la verdadera anatomía del cuerpo de la mujer.

La invaluable "Venus de Willendorf"

La invaluable "Venus de Willendorf"

Según McFadden y su investigación, esta inconsistencia puede rastrearse a través de distintos momentos en la historia del arte. La Venus de Willendorf, una de las esculturas femeninas más antiguas de las que se tiene registro, tiene una vulva claramente identificable, pero ninguna Venus del periodo clásico. Esto lo asocia a que la vulva se volvió obscena y "fea" como parte del desarrollo de la sociedad ateniense.

Las esculturas griegas son la representación física de una idea del mundo: los ideales impuestos por el patriarcado celebraban la virilidad y la fuerza masculina, mientras mostraban con pudor y delicadeza los pubis de las diosas. "El sexo", escribe McFadden, "y la sexualidad femenina ahora eran vistos como símbolos de vergüenza, la carnalidad se volvió inconsistente con la 'razón', y la reverencia por la fertilidad [que fue el motivo preferido de los artistas plásticos del pasado al mostrar el cuerpo femenino] se hizo trizas".

Una revisión de la literatura al respecto ofrece pistas de que el poder masculino emprendió una campaña política y moral para disminuir el poder de las "culturas de la diosa". En su libro The Alphabet Versus the Goddess, Leonard Shlain afirma que la invención del alfabeto se relaciona con el cambio cultural en el trato a las mujeres. La filosofía clásica de Platón y Aristóteles está plagada de referencias a la inferioridad de la mujer, lo que se daba como un supuesto natural de estudio, al igual que el retrato de los esclavos y poblaciones oprimidas, quienes eran vistos (al igual que la mujer) como propiedades del hombre.

Jane Caputi escribió que "mientras el falo era deificado, su equivalente simbólico femenino (...) se estigmatizaba en todas partes", volviéndose sinónimo de "irracionalidad, caos, las profundidades y lo vulgar".

La historia que cuentan estas estatuas de mármol a pesar de sí mismas es la de la codificación de roles masculinos y femeninos en la dinámica de poder que persiste en nuestros hábitos mentales hoy en día. "Se trata de un detalle que parece no merecer importancia", escribe McFadden, "hasta que lo ves repetirse una y otra vez; se vuelve claro que es intencional y deliberado, y el efecto a largo plazo borra la humanidad femenina".

El resurgimiento de la vulva y los genitales femeninos en el arte no tendría lugar sino hasta el siglo XIX, con pinturas tan famosas como El origen del mundo de Gustave Courbet, escandalosa sólo porque muestra lo que el arte se había negado a ver hasta entonces, pero que reaparece como motivo de los pétalos de flores pintados por Georgia O'Keeffe ya en el siglo XX. 

"El origen del mundo" (1866), Gustave Courbet

"El origen del mundo" (1866), Gustave Courbet

Si nuestra sociedad, para ser realmente equitativa, necesita desaprender una suerte de valores asociados al poder masculino y la sumisión femenina (enfatizados por la cultura judeocristiana, además de la clásica), la representación de los genitales es una deuda pendiente no con la humanidad femenina, sino con la humanidad a secas; es decir, con la verdad de lo que nos es común a todos: la inmediatez del cuerpo (del nuestro y el de los demás) y sus ciclos plásticos en nuestra propia piel.