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Otra vez esa época en la que Juan Villoro habla de futbol (¿Qué lugar público tiene actualmente el escritor?)

Por: Juan Pablo Carrillo Hernández - 05/27/2014

Por un par de libros y su afición públicamente reconocida, Juan Villoro es uno de los personajes imprescindibles de esta época futbolística mundial, una repetición adecuada para preguntarnos por el posible lugar que ocupa el escritor en la sociedad mexicana contemporánea

Vivo en México, y aquí el futbol es un deporte popular. Mejor dicho, su transmisión por televisión, porque si bien todavía hay cascaritas callejeras y amigos que forman un equipo para jugar en torneos locales una o dos veces por semana, la mayoría de los aficionados lo son de sofá y refresco o cerveza en mano, de domingo abúlico sentados frente al televisor o, en el mejor de los casos, en las gradas de un estadio, lamentando a cada momento las decisiones del entrenador y encolerizándose porque no hace eso que a él o ella le parece tan obvio como estrategia triunfadora: sacar a tal jugador para meter a este otro, jugar más por las bandas, sorprender con contragolpes y un limitado sinfín de etcéteras, porque en realidad el conocimiento fútbolístico tampoco da para tanto.

El futbol es popular, es cierto, y sin duda por eso mismo tiene encarnado un estigma indeleble. Su popularidad es condición suficiente para suscitar cierta aversión. Para algunos criados o deformados en la exquisitez, sea cual fuere su tipo, intelectual o gramatical, como esta de usar conjugaciones correctas pero a estas alturas casi desconocidas, todo lo popular repele sólo porque es un gusto generalizado. “Cada día resulta más fácil saber lo que debemos despreciar: lo que el moderno admira y el periodismo elogia”, escribió alguna vez Nicolas Gómez Dávila, un enigmático filósofo colombiano que luego de una temporada en Europa regresó a su país natal para prácticamente nunca salir de su biblioteca. Otra anécdota asegura que Borges programó una de sus conferencias al mismo tiempo que un partido importante, posiblemente una final, sólo porque, se dice, odiaba el futbol (incluso se le atribuye la frase: “El fútbol es popular porque la estupidez es popular”).

Tanta repugnancia posiblemente no es gratuita, o al menos podría ser comprensible. Si por un momento pudiéramos tener la sensibilidad de un Borges, de un Gómez Dávila, de personas que se solazaron únicamente en la llamada alta cultura y elogiaron los hallazgos que en esta se encuentran, entonces quizá podríamos convenir en sus juicios terminantes. ¿O es que de verdad alguien piensa que una jugada de Cristiano Ronaldo o Lionel Messi pueden rivalizar o siquiera compararse con un verso de Shakespeare, un cuadro de Picasso o una partitura de Bach? Seamos sinceros, imparciales en la medida de lo posible: la verdad es que no. En el futbol hay gracia, talento, sorpresa por aquello de lo que puede ser capaz un cuerpo humano, pero apenas poco más. Al menos yo no siento la conmoción que provocan un óleo, una fuga, el recurso inesperado de una buena novela o una buena película.

Me permitiré decir que en el fondo casi todos los artistas son moralistas: creen que el mundo debería ser de cierta manera. Por ejemplo: que sus contemporáneos deberían ver menos futbol y, digamos, leer más a Cervantes. Pues sí, el mundo probablemente sería otro, pero al menos ahora no es así, y seguramente ocho de cada 10 personas en este país saben quién es el Chicharito y una o dos saben quién es Juan Rulfo (es más, apuesto a que ni siquiera el Chicharito sabe quién es Juan Rulfo, aunque sean coterráneos). ¿En qué país estamos, Agripina? Ahí está: así de fácil cae uno en el moralismo del deber ser.

Como sea. Decía que esta repugnancia no es gratuita. Al menos en un país como México, cuyas contradicciones quizá habrían estallado desde hace tiempo en movimientos sociales, revoluciones, guerrillas o algo contundente y masivo, el fútbol se considera una distracción social, un entretenimiento con el que el Poder mantiene adormecida a la sociedad, entretenida con un juego insulso mientras frente a sus propios ojos se cometen los despojos más inauditos. Y quizá no sin razón: un sábado en que la Selección jugaba se decretó la extinción de Luz y Fuerza del Centro y, en fechas más recientes, la discusión y posible aprobación de las reformas en telecomunicaciones se han pospuesto para los días de la primera ronda del Mundial. ¿Casualidad? Vaya usted a saber. Coincidencia, eso sí, y adoctrinamiento también, cómo negarlo.

¿Pero entonces Camus y Nabokov, cuyos nombres siempre salen a relucir en boca de personas educadas cuando se habla mal del fútbol, en estos términos ideologizantes y perversos? Bueno, sí, Camus incluso fue portero (¿o era Nabokov?) y al menos por ellos dos ya se justifica la afición, se encuentra una como disculpa o anuencia. Si un Premio Nobel, si los artífices de al menos dos libros emblemáticos que aun hoy se consideran obligatorios para un lector de a de veras, si un argelino amigo de Sartre y un ex profesor de Cornell gustaban del fútbol, ¿por qué yo no puedo proclamar abiertamente mi inclinación? ¿Por qué no puedo decir que le voy a los Pumas y que cada fin de semana veo sus partidos y quizá alguno otro que se me cruce en el televisor? ¿Por qué no puedo alabar las decisiones técnicas de Hugo Sánchez? Y si estas autoridades no me avalan, afortunadamente vivo en un país latino, y habrá al menos un escritor que escriba de futbol, que haya ofrendado las hazañas del deporte a los altares de la literatura, transmutando su materia a una naturaleza perenne e inmarcesible.

Y aquí, creo, llego al verdadero motivo de mi texto. ¿Por qué, por estos días, veremos a Juan Villoro hablando en muchos lugares de futbol? De entrada, porque tiene al menos un libro sobre el asunto: Dios es redondo. Una declaración indudable de su gusto por el fútbol y su sapiencia sobre su historia y sus anécdotas, sus matices dramáticos o francamente épicos, eso que a ciertos medios masivos de comunicación atrae tanto: la opinión informada, excéntrica (pero no tanto), y al mismo tiempo la sensibilidad para descubrir una perspectiva que a las mentes “comunes” se les escapa. Lo recuerdo, por ejemplo, compartiendo una transmisión con Javier Alarcón, probablemente en la Eurocopa que se celebró en Alemania, quizá en la ceremonia de inauguración, y notar cierta sumisión del locutor al Intelectual, como si este siempre, en todo momento, en cualquier circunstancia, fuera capaz de decir algo que vale la pena escuchar, algo que nadie más puede decir. Una versión un poco menos potente que Octavio Paz (por recurrir al modelo paradigmático, ese que enseñó en México cómo deben ser las relaciones entre Televisa y la intelligentsia), pues ahí donde a aquel le preguntaban por asuntos de política internacional, por el futuro del comunismo o la trascendencia de Sor Juana, Villoro hablaba de Jürgen Klinsmann o resaltaba borgesianamente el patetismo heroico de algún otro jugador “teutón”.

No, no estoy en contra de Villoro. En todo caso, me molesta que en mi país el escritor tenga oportunidad de una tribuna pública (una conferencia, una plática informal en una biblioteca importante, una entrevista en el noticiario estelar) sólo por causa de la circunstancia: porque tuvo el tino de escribir un libro sobre un tema de relevancia pública, involuntariamente afín a los intereses ideológicos del sistema, y que sólo por eso se le pida su opinión (o que sólo por eso su opinión parezca importante). Villoro, como varios otros escritores mexicanos, merecen más que eso. Merecen que no se les encasille en la narcoliteratura o que no reciban el “favor” de ser entrevistados por Nicolás Alvarado.

Quién sabe, quizá algún día pase. Por lo pronto, yo seguramente veré algunos partidos del Mundial, pero procuraré no escuchar a Villoro hablar de futbol.

Twitter del autor: @saturnesco