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La alquimia humana: la mierda como perspectiva del ser

Por: Jimena O. - 04/25/2014

El arte de vivir implica atravesar conscientemente por todos los estados a los que nuestro cuerpo está expuesto.
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Un laboratorio alquímico, de "La historia de la alquimia y los comienzos de la química"

Para existir basta con dejarse ser, 
pero para vivir
hay que ser alguien,
hay que tener un HUESO,
hay que atreverse a mostrar el hueso 
y a olvidar el alimento.

-Artaud

Sabemos que el cuerpo humano en ocasiones se retrata como una formidable máquina creativa, digna de todos los honores y celebraciones, pero lo cierto es que al conceptualizar el cuerpo como una línea de producción nos hemos acostumbrado a ver los desechos corporales como subproductos indeseables, pero inevitables de una síntesis energética, y hemos tratado de lidiar con ellos, culturalmente, de las formas más eficaces posibles. El culto a la higiene es el culto a la desaparición de lo indeseado, o con la manera como eso que es inevitable se manifiesta en el curso de nuestros días (y de nuestra vida).

No hay duda de que los ritmos fisiológicos condicionan también los ritmos del pensamiento: la medicina ayurvédica, por ejemplo, sigue considerando que la orina y las heces son desechos del cuerpo, pero no por eso se priva de tratar de desentrañar un sentido (literalmente) general del cuerpo a partir del estado de esos desechos. La medicina occidental, la gastroenterología propiamente, puede proponer una categorización de los desechos que hace palidecer a la zoología de Linneo: un auténtico arcoíris de desechos que puede ser sólo tan "único" como aquél que lo produjo (y tal vez esa fue la fantasía futurista de Piero Manzoni, el de preservar una efímera expresión individual en "Artist's shit").

Porque la escatología es también lo que enseña a mediar entre dos umbrales de realidad, y la palabra poética no ha sido ajena a esa búsqueda de los límites. Francisco de Quevedo escribió el opúsculo Gracias y desgracias del ojo del culo como un texto satírico y obsceno de la sociedad en la que se desenvolvía en las primeras décadas del siglo XVII. En su dedicatoria puede leerse esta sentencia dolorosamente acertada:

Lléguense al reverendísimo ojo de culo que se deja tratar tan familiarmente de toda basura y elemento, ni más ni menos. Fuera de que hablaremos que es más necesario el ojo del rabo solo que los dos de la cara, porque cuanto uno sin ojos en ella puede vivir, y sin ojo de culo, no cagando, no podrá.

Durante el plazo de más o menos 16 horas en que los alimentos atraviesan de un extremo a otro el tracto digestivo, nuestra vida pudo haber cambiado 360 grados; como en los anillos de los troncos (con perdón de la imagen), nuestra historia quedó firmemente asentada, o por el contrario, diluida y licuada en el doloroso olvido. En su oda a la fecalidad (Para terminar con el juicio de Dios), Antonin Artaud llegará nada menos que a afirmar que "Allí donde huele a mierda / huele a ser."

El filósofo y escatólogo Slavoj Zizek no se priva nunca de derivar importantes fundamentos de las relaciones ideológicas entre diferentes facciones del pensamiento occidental al observar la manera en que distintos países lidian con el mismo tipo de desechos, dándoles connotaciones absolutamente diferentes:

 El truco de la ideología, para Zizek, sería no una determinación positiva a lidiar o no con las cosas, sino la diferencia que se transforma en identidad, y que por lo tanto implica una pertenencia, un apego que el psicoanálisis podría diagnosticar como renuencia a alejarse de un nudo vital sintetizado que puede transformarse a su vez en aprendizaje y flujo, o bien en lastre y enfermedad.

No es extraño, por esto, el auge de los productos que prometen mejorar la digestión, apelando al discurso de la salud como horizonte vital: mente sana en cuerpo sano, o bien, aprovechando el excedente corporal para alimentar la maquinaria de las ciudades, como en el intento del Reino Unido por reciclar el material orgánico en biogás.

El horno alquímico, el atanor, nos recuerda, además, que lo que vemos como simple plomo guarda en sí la posibilidad de la metamorfosis, de la transmutación final en oro, dejando atrás todos los estados intermedios que aún separan a la materia "corrupta" de la perfección. Pero como ocurre con todos los santos griales, el horizonte está ahí para retar al viajero, más que para garantizarle una meta; observarnos a nosotros mismos (y cuidar de nosotros mismos) también significa prestar atención a la "inquietud de sí mismo", que implica un "cuidar de sí mismo" mediante el cual el sujeto en Sócrates puede permitirse "conocerse". Porque la práctica del ser y su eidos, su forma, son sobre todo prácticas de un arte de vivir.