Los Diamantes son eternos
Las decapitaciones, las mutilaciones —eso es parte del negocio. Tienes que mantener las apariencias. No es como si existe una rabia ardiente en el fondo.
—Westray, El Consejero
El Consejero piensa que puede realizar transacciones en el “mundo del crimen” para obtener lo que él quiere y después llevarlo de regreso a su mundo. Tomar la decisión de llegar a pertenecer al segundo mundo —sucumbir ante la tentación de éste— es catastrófica para él, pues sucede antes de que realmente llegue al fondo, así que no sabe realmente en qué está iniciándose. Para el Consejero, despertar a la realidad significa despertar a su pesadilla, la pesadilla de su propia complicidad.
Los pecados del consejero son innumerables, pero la estupidez de comprar el diamante está entre los primeros. En la escena después de los créditos viaja a Ámsterdam, supuestamente por negocios, aunque en realidad va a comprar un diamante exorbitantemente caro para Laura, antes de proponerle matrimonio. Después nos enteramos de que ya está endeudado y decide involucrarse en el negocio turbio con el que comienza la trama para costear el precio del diamante, motivo que lo llevará a perder todo lo que realmente le importa.
Durante su intercambio con el vendedor de diamantes (Bruno Gantz), el Consejero recibe su primer consejo: le advierten que el comercio de diamantes es “un negocio cínico: buscamos sólo imperfecciones”, pues el diamante perfecto sería luz pura. Si estoy leyendo bien la narrativa extraña y arquetípica-pulp de McCarthy, los diamantes son los sustitutos del alma, lo cual pone al viejo sabio (judío) comerciante de diamantes en el papel de Satanás, quien no busca cualidades sino imperfecciones para tentarnos y robar nuestras almas. El Consejero funciona en por lo menos dos niveles diferentes: un drama de ficción criminal fantasiosa y también como una narrativa religiosa, mítica, sobre la tentación y la condena, en donde Estados Unidos representa al Imperio Romano, Sodoma o Babilonia, el comerciante de diamantes al Diablo/Dios/Demiurgo, Malkina es la Mujer Escarlata, Rosie Pérez, la bruja-prostituta-madre (“la madre de todas las madres” en el guión), es la Virgen María, etc. Los significados son claros pero agradablemente sueltos, por lo que codificar quién es quién en la combinación mitológica de McCarthy no requiere una experiencia visceral ―aunque es posible que algunas personas, en su intento de descifrar todo, hayan evitado inconscientemente tener una experiencia.
El comerciante de diamantes emprende un discurso largo y casi indescifrable sobre cómo todos los países que han expulsado a los judíos han “sufrido el mismo destino”. Hace una defensa firme en torno a la inexistencia de la cultura (desde la Antigua Grecia) fuera de la semítica y afirma que el corazón de la cultura se encuentra en la naturaleza de su héroe. La cultura occidental ha expulsado a los judíos, pero adoptó al hijo de Dios, Jesucristo, el profeta penitente, como su héroe, aunque ese Dios es el judío. “¿Cómo robas un dios?”, se pregunta. El Consejero no da ninguna respuesta. “El judío contempla a su atormentador en los vestigios de su propia cultura”, dice el comerciante para concluir su discurso.
Las insinuaciones en éste, hasta donde pude ver, son similares a un escrito de William Blake a propósito de una nación que rechaza a los judíos pero adopta su fe, por lo cual está sujeta a la “regla judía”. Cristianos y judíos alaban al mismo Dios, sin embargo, el dios judío es lo opuesto temperamentalmente a la virtud misericordiosa y el perdón de la tradición cristiana. Jehová es iracundo, una deidad vengativa que castiga a todos los que le disgustan (y algunos que no lo hacen, como Job). Los judíos tranquilizaron a Jehová ofreciéndole sacrificios de sangre, y el corazón de las tinieblas de la película (México, el reino bárbaro que yace más allá de los muros del imperio) es una campo de matanzas en el cual mujeres jóvenes son torturadas y asesinadas para entretener a los cósmicamente depravados gobernantes supremos —como una ofrenda que tranquiliza monstruosos apetitos.
Por el contrario, Laura, la víctima inocente de la película, es una católica centrada, poco entusiasta, que acude a confesión y admite que sus pecados son parte de una vida que no está dispuesta a cambiar. Estos ofrecimientos vacíos no pueden satisfacer al dios judío, sólo lo provocan y lo llevan a una retribución vengativa. Sólo la sangre y los huesos lo pueden satisfacer. Creo que la película implica que, dada la manera en la que el Consejero ve a Laura, es inevitable que éste termine por ofrecerla como sacrificio al dios que sirve inconscientemente. En las primeras escenas el Consejero objetualiza a Laura al idealizarla, él la convierte en “su religión”, un ídolo que venera. “Tú eres la gloria”, le dice después de que ella acepta su propuesta, y casi enseguida agrega que estar en la cama con ella es vivir, todo lo demás es esperar. Compra el diamante para asegurarla, para asegurar su orgullo y su gloria —es precisamente por este anhelo de poseer el máximo objeto de su deseo que se endeuda más y cierra el trato que lo llevará a sacrificar a Laura.
El Consejero que Fassbender interpreta es hábil, engreído, superficial, pero en esencia es un personaje con el que podemos simpatizar. Sin la intensidad emocional —el sufrimiento— que Fassbender aporta al papel, la película no tendría peso y su horror no sería otra cosa que titilante. El Consejero es un jugador, pero no más de lo que nos gustaría ser a todos. Piensa que está enamorado, pero en realidad sólo busca su propia gloria. Piensa que puede relacionarse con criminales y asesinos para cosechar beneficios sin convertirse en uno de ellos. Es cínico e ingenuo al mismo tiempo —su cinismo es su ingenuidad y viceversa. No tiene idea de las fuerzas involucradas, tanto adentro como afuera, en su psique y en el mundo. La ironía del título es que el Consejero nunca ofrece consejos, pero constantemente los pide y los recibe, para ignorarlos después. De hecho, el Consejero recibe tres advertencias antes de que tome el paso que lo llevará a la ruina. El comerciante de diamantes le muestra una “piedra cautelar” y habla sobre cómo la brevedad de nuestras vidas no nos hace menos importantes—en retrospectiva, una referencia a la muerte de Laura. Reiner (interpretado por Javier Bardem) también le advierte: “no lo verás venir”, y Westray le describe la Ley de Scott como “un instrumento en el cual una persona sirve como garantía de otra” ―a lo que el Consejero responde: “Suena un poco primitivo”. No tiene ni idea.
El Consejero es un negociador entre dos mundos que termina por cruzar una línea que no sabía que existía, convirtiéndose en un rehén. De hecho, él era el trato, su alma es la mercancía tan deseada, robada y comprada —mediante Laura, su “garantía”, una palabra que hace referencia a la propiedad que un rentista puede reclamar, si el cliente no cumple con sus obligaciones. La consecuencia es que Laura recibe el trato de propiedad del consejero, porque así es como él la trata, como un objeto precioso que debe ser asegurado. Cuando Westray le informa al Consejero que el trato ha salido terriblemente mal y que es un hombre señalado (y aun cuando le advierte “No es que vayas a caer, sino lo que te llevarás contigo”), los intentos de éste para proteger a Laura pueden parecer descuidados (cuando la llama, ¡le dice que se vaya a casa!). Pero aun así, el Consejero es el único personaje que se da cuenta de la profundidad de su error —es el único que entiende su “perdición”— y, por lo tanto, es el único que tiene la más mínima posibilidad de encontrar la redención.
Reiner, por otro lado, es tan vacío, que hace parecer conmovedor al Consejero. Reiner es un playboy que se ha involucrado hasta el cuello: lo sabe y no le importa. Teme las consecuencias de sus decisiones. Sin embargo, no tiene suficiente carácter para intentar tomar otras. Resulta casi sorprendente cuando intenta escapar de sus agresores, ya que a pesar de saber que se aproximaba ese momento, no hizo nada para estar preparado. La interpretación de Bardem es conmovedora y graciosa, pero no particularmente sustanciosa. No es para nada como el ángel de la muerte que interpreta en Sin lugar para los débiles. Reiner es un glotón en un mundo de cocaína y confetti: su muerte no tiene ningún peso porque su vida parece no ser más que una estafa. Dice estar enamorado de Malkina (Cameron Díaz) como estar enamorado de “una muerte fácil”.
La mejor escena de Bardem es aquella en la que describe cómo Malkina tiene sexo con un coche: su confusión —que parece dará pie a la desesperación en cualquier momento, pero nunca lo hace— es el aspecto más real del personaje. Reiner reconoce su propia superficialidad y admite su propia incapacidad de entender, o siquiera apreciar, los tentáculos del libertinaje que lo envuelven lentamente. No es más que un bocadillo para la reina leopardo: será tragado sin ser masticado antes. Cuando los mexicanos matan a Reiner, se enojan con él porque luchó y sus órdenes eran entregarlo con vida. Al final ni siquiera fue lo suficiente sustancioso para convertirse en material de película snuff.
Laura, interpretada por Penélope Cruz, es el personaje menos desarrollado (aunque esto podría ser personal, yo jamás he respondido bien a su trabajo). Fue elegida para el papel porque sabe combinar la sensualidad y la ingenuidad, es la “chica buena”, la única inocente en este mundo, y por lo mismo será sacrificada. El hecho de que el final sea predecible de ninguna manera mitiga su impacto. La película —y el guión de McCarthy— no tiene suficientes niveles o tonos para que nos importen los personajes antes de que los veamos sufrir. Esto, sin embargo, es parte del ambiente de la película: estas personas no son reales hasta que sufren. Debería decir: a no ser que lo hagan, porque la mayoría parece ser incapaz de sufrir (tienes que estar vivo para sufrir), al menos hasta el momento en que se sujeta su cabeza con una horca de acero.
Predeciblemente, el personaje de Brad Pitt le da a la película una enorme infusión de ingenio y carisma mediante la interpretación de Westray, el misterioso socio del consejero. Westray le advierte sobre lo que sucede cuando los negocios salen mal y después le explica cómo funcionan las películas snuff. Como la mayoría de los personajes, es difícil determinar el grado en el que Westray está involucrado en todo lo que sucede. Es una versión más dudosa, más cansada y vestido de Armani de Cogan, de Killing Them Softly. Es un tanto decepcionante —aunque oscuramente apropiado— que Westray termine siendo un farsante y que sus palabras de sabiduría (tiene algunas de las mejores líneas de la película) al final se revelen vacías. Westray es incapaz de vivir a la altura de sus palabras. Cuando dice que está preparado para desaparecer al instante y unirse a un monasterio, que lo ha visto todo y que todo es una mierda, se lo creemos, porque en la interpretación de Pitt podemos ver que él lo cree. Pitt en una presencia tan consumada como actor que nunca se nos ocurre (al menos a mí no se me ocurrió) que todo es una bravuconería vacía. La sabiduría de Reiner, según la cual “el que se piensa más inteligente está a punto de caer”, no aplica exactamente a Westray, pero casi: se vuelve la víctima de su exceso de confianza, y su muerte es la pieza grand guignol de la película. Es un elemento casi obligatorio después de la acumulación de violencia implícita del diálogo.
Una de las peculiaridades en El Consejero es que opta por contar, en vez de mostrar, los elementos más importantes de la narrativa ―elemento que la hace aún más inquietante. Cuando Westray le advierte al consejero que no debe imaginarse que existe algo que estas personas sean incapaces de hacer, su énfasis en el hecho (que de alguna manera nos remite al famoso discurso de John Huston en Chinatown), en vez de algún ejemplo físico de ello, es el verdadero horror de la película. La manera en la que Pitt interpreta estas escenas confirma lo que muchos de nosotros probablemente sospechamos y que la película nos muestra: queremos creer lo peor de la depravación humana, y la idea de que hay personas que actúan sin una brújula moral, sin límites o estándares, es extrañamente atractiva de tan horripilante. Y también lo contrario: es tan horripilante porque resulta atractiva. En un mundo donde todo está permitido, la única defensa posible es decirnos que nada de lo que acabamos de ver es real, nada lo es. Es un desapego irónico. Todos los personajes lo sienten, pero pocos pueden sobrevivir.
Y en cuanto a Malkina, la archidepredadora, Cameron Díaz puede no parecer una actriz capaz de llevar a cabo un papel tan difícil, pero hace bastante con lo que tiene. Al decir: “La verdad no tiene temperatura”, lo hace a la perfección. Su belleza no inspira miedo, más bien es escalofriantemente vacía, desconcertante. Malkina no es la estereotípica femme fatale motivada por la avaricia y ambición —sería demasiado humana si lo fuera. Nos da una pista de que sufrió algún trauma de pequeña, probablemente a manos del imperialismo estadounidense (menciona que cuando tenía tres años, lanzaron a sus padres de un helicóptero). Pero no hay ninguna indicación de que sea un alma atormentada. Es una depredadora con tatuajes de motas de leopardo en la espalda y que provoca a sacerdotes en confesionarios. No siente ningún remordimiento al mandar a su amante a una muerte segura, no más de lo que nosotros sentiríamos al exprimir una naranja. Es Kali, la devoradora, y en su última escena —que está sobrescrita— parece demasiado vacía, demasiado ligera y sosa como para darle al papel el impacto final que requiere. Aunque quizá es justo lo que los productores querían retratar: la plasti-banalidad del mal.
La escena en la que Malkina tiene relaciones con el coche es la escena que muchos críticos señalan como la apoteosis de la incoherencia autoindulgente y la inmundicia innecesaria de la película. La manera en que la entendí es que Malkina es una predadora sexual a quien no le importa el sexo, porque no tiene ningún interés en los seres humanos fuera de lo que puede sacarles. Solo le importan los objetos (el alma es el máximo “objeto”). Y ya que ella misma se ha cosificado, parece coherente que quiera tener sexo con un objeto. Quizá lo haya hecho también para enseñarle con exactitud a Reiner por qué jamás la tendrá —él jamás podría aspirar a satisfacer un deseo tan inhumano (excepto quizá al morir), o siquiera comprenderlo. Es sólo un aperitivo.
En la escena final, Malkina, tras haber juntado todas las ganancias de la matanza (el día de la ira de Jehová), habla sobre lo conveniente que es transportar una fortuna en diamantes, suficientemente pequeños para “llevarlos en la palma de una mano.” La acción cierra un círculo completo (quizá Malkina viajará a Ámsterdam para hacer su compra). También pone a los judíos (quienes han tenido un papel activo y dominante en el sector de los diamantes por cientos de años) en un nivel superior a Malkina dentro de la jerarquía de los depredadores. Jehová, Satanás, el Demiurgo de los judíos, como “el príncipe de nuestro mundo”, son parte de la narrativa metafísica de McCarthy y, naturalmente, mitológicamente hablando al menos, el escritor lo logra: se trata de “un solo dios para gobernarlos a todos”. (Ésta puede ser la razón por la cual la escena es generalmente incomprensible, para evitar que los acusaran de antisemitas. Es bastante malo hablar mal de los judíos, pero es completamente inaceptable hablar bien de ellos).
Quizá su nombre nos brinda algunas claves. Malkina suena como máquina, sin embargo, es posible que también esté ligado a Melquisedec, un rey y sacerdote del Génesis. En judío el nombre se escribe Malki Tzedek, en donde malki significa rey. Por otro lado, “malki zedek” también se interpreta como “bocado de ofrecimiento”. Las últimas palabras de la película, pronunciadas por Malkina después de que le advierte a su banquero que “la matanza que vendrá probablemente será peor de lo que podemos imaginar”, son: “muero de hambre”.
Como la reina leopardo de los predadores, Malkina es (o aspira convertirse) en una de los Arcontes, los semidioses que sutilmente dirigen la acción de la película desde atrás de las escenas. De los cinco personajes principales, ella es el principal jugador cuya avaricia desata toda la acción. Cuando expresa su intención de transformar el botín de la matanza en diamantes, al final de la película, se refiere a calcular sus riquezas en términos de “almas devoradas” para llenar su propio vacío. Estas almas pueden utilizarse para negociar el ascenso en la escalera predatoria. Sabiéndolo o no, Malkina trabaja para los semidioses, la élite del poder, al darles las víctimas sacrificiales que necesitan para energetizar la gran Maquiladora. Éstas son las ofrendas de sangre que alimentan a Jehová (el Banco Mundial) y lo mantienen tranquilo. Los cárteles mexicanos no solo comercian drogas y dinero, sino también carne humana, específicamente la sangre de jóvenes y niñas (vírgenes, de preferencia), aunque al final cualquier tipo de sangre servirá. El ritual de la decapitación —uno de los embellecimientos de magia negra de McCarthy— es más que un simple entretenimiento para la élite: alimenta el motor que mantiene a todo el imperio, dándole al mal espiritual una base de poder en el mundo. Cemento de sangre.
La primera parte de este ensayo, en este enlace. Próximamente publicaremos el tercer fragmento.
En este enlace, otras colaboraciones de Jasun Kephas en Pijama Surf.
Twitter del autor: @JaKephas