En este par de días que llevamos viendo a los surfistas (“surfos”, en la jerga de los más familiarizados) entrar y salir de las olas he pensado que son como de una especie aparte: no son propiamente humanos sino anfibios. Es decir, uno no puede simplemente decidir que quiere ser surfista, buscar una tabla y llegar a una playa a montar olas. Es algo, por así decirlo, más bien biológico.
Me convencí de ello durante la comida de hoy. El mal clima que nos recibió desde el jueves se agudizó durante la noche, y las competencias que debían comenzar hoy viernes, a las 6 am, fueron pospuestas hasta que las aguas se calmaran un poco. Las semifinales se llevaron a cabo en un mar picado, revuelto y casi negro, con olas que parecen una baraja de espuma, y con corrientes sumamente peligrosas incluso para los riders profesionales. Hay que ser suicida o surfista para atreverse a esas olas tan pesadas que caen como martillos sobre la espalda; hay que ser de una especie diferente, mitad humano y mitad pez.
Hablábamos de eso con Tania Miranda, PR de Vans, que comía con un surfista cuando llegué al restaurante. Desde la terraza del restaurante podíamos ver el horizonte quebrado y gris, las crestas de la ola, montañas de agua revuelta y aún muchos surfistas tratando de montarlas.
Le pregunté al surfista de la mesa su opinión sobre el peligro de nadar en aguas así, peligro que para mí era evidente. Contestó que el único problema que veía era que surfear en olas tan bravas con mal tiempo requiere un esfuerzo físico extra. “Te cansas más”, me dijo. “Tienes que nadar más fuerte, pero en sí las olas están increíbles.”
Después de todo muchos de los riders de la competencia llevan días entrando y saliendo del agua, tratando de hacerse un lugar en la tabla de finalistas, y para este momento están cansados y necesitan cuidar sus reservas de energía. Y con este clima es más que normal que necesiten un poco de descanso.
Les conté que me metí un rato al mar antes de ir a comer. No fue una sabia decisión: aunque puedo nadar aceptablemente bien el mar no está para amateurs este viernes. Tragué demasiada agua y aún sentía restos de arena entre los dientes mientras comía. El surfo me contó que lo peor era “cuando tragas pura espuma. Se te cierran la branquia, aquí”, dijo, señalándose la garganta, “y es como si te estuvieras ahogando de pronto; pero así como se te cierra se vuelve a abrir solita.”
El que se refiriera a la garganta como a una “branquia” me hizo sospechar. Los peces tienen branquias, pero él parecía, al menos a primera vista, un hombre.
Además de por la tabla uno reconoce a las y los surfistas por el color de la piel, más quemado de lo normal, como caramelo, y los extraños rayos rubios que tienen en el cabello. Parecen tallados directamente en madera y me dan la impresión de ser de una sola pieza, mientras que los humanos "normales" como nosotros parecemos hechos de piezas. Supongo que es lo que pasa con el cuerpo de los deportistas: una conciencia de su función recorre cada uno de sus movimientos; el cuerpo piensa por sí mismo.
Ayer estuve jugando con esa idea, tratando de descubrir a los surfistas sin tabla entre la gente que va y viene dentro del hotel, buscando en qué entretenerse debido a que la playa es demasiado peligrosa y las albercas están cerradas por la lluvia. Por eso se me ocurrió que no era tan descabellado pensar a los atletas desde otros parámetros (el filósofo Michel Serres tiene un libro maravilloso sobre los alpinistas), pues como todo deportista de alto rendimiento, los surfos no entran dentro de los parámetros del cuerpo humano “normal”: necesitan dietas especiales y su vida transcurre entre el agua y la arena, lo que poco a poco debe modificar además de su piel, sus músculos y sus huesos, su respiración; y aquí —con el asunto de la “branquia”— tenía una comprobación directa: se trata de sirenas y tritones, no de hombres y mujeres. Uno podría incluso decir que respiran mejor dentro del agua que aquí afuera, sobre tierra firme.
Pero las diferencias entre surfistas y personas (razonablemente) normales no termina ahí, pues sus mentes también funcionan con otras reglas.
Mientras el surfista vaciaba un enorme plato de pasta, frijoles y arroz, nos contaba tranquilamente que los tiburones son menos peligrosos de lo que se piensa. “Es más fácil que te atropellen en la ciudad o que te roben a que un tiburón te agarre. Además uno casi nunca sabe cuando hay tiburones. Al tiburón no lo ves nunca. No se te anuncia”, nos contaba. “Sabes que ahí anda cuando ves focas cerca. Si ves focas, seguro anda un tiburón por ahí dando vueltas. Seguro ahorita por aquí hay uno, pero no lo vemos. No hay problema cuando son chiquitos, de 1 o 2 metros. El problema es cuando son más grandes; esos son de los que te sacan un pie antes de que te des cuenta.”
Más por cortesía que por la pinta de surfista que no tengo, me preguntó si yo surfeaba. Le conté que hice tabla corta en la adolescencia. En realidad mi única aventura fue cuando me zafé un hombro, así de malo era en este deporte. Estaba cansado de haber nadado todo el día y antes de irme decidí montar una ola más. Con esa frase, el surfo reaccionó. "Una ola más". Mostró una enorme sonrisa cómplice, casi infantil. Le pregunté si él hacía caso de esas precauciones, de no nadar en el mar con lluvia o con marea picada. “No”, respondió. “Esas son las mejores olas.”
A diferencia de los niños que juegan con pelotas o que hacen deportes en tierra, los niños de la playa crecen como este surfo, con el mar en el traspatio de la casa. No importa si llueve, truena o relampaguea: el mar también tiene sus ciclos y ellos aman el mar, no importa cómo se les presente. El problema es para los organizadores de la competencia que tienen que arreglar los desperfectos de la logística que la tormenta les pone enfrente —retrasos en las competencias, mudar las actividades de playa a los interiores, esperar y esperar a ver si el sol se aparece entre tanta grisura. Así se ve que efectivamente, al menos en el Surf Open Aca, hay una tajante división entre dos tipos de personas: los mortales, que estamos secos y a resguardo de la lluvia, y los surfistas, que están donde deben estar, entre las olas.
El surfista fue muy agradable durante la comida, y cuando se fue a descansar a su cuarto reparé en que no tuve la cortesía de preguntarle su nombre durante la charla. Quedamos para hacer una clase informal de surf mañana temprano, si el clima mejora. Según él, surfear con tabla larga es incluso más fácil que patinar sobre concreto. Yo diría que el concreto —a menos que haya un terremoto— no se mueve, pero él es el profesional, al final. Le pregunté a Tania que quién era el surfo. “Diego Cadena, sobre el que escribiste ayer.”
Pensé que tal vez uno no reconocería a un tiburón si no lo ve rodeado de agua. Fuera del mar los surfistas tratan de parecerse a los humanos. Se sientan y se ponen a comer. No sé, tal vez estoy idealizando de más. Pero en el fondo —o en la superficie, que es al final donde se balancean los surfistas sobre el mar— a mí no me engañan: sospecho que los surfistas van nadando incluso mientras caminan. Son anfibios. Qué otra cosa podrían hacer.