Aunque no siempre se manifieste abierta o claramente, es claro que todos simpatizamos más con una ideología política que con otra o, incluso sin profesar un credo abierto, tenemos lineamientos políticos básicos con los cuales entendemos y participamos en nuestro medio social inmediato y remoto.
Y si bien el espectro ideológico es más o menos amplio, es claro que al menos dos son las tendencias dominantes o mayores a partir de las cuales surgen otras derivaciones particulares: la izquierda y la derecha. En términos generales, la primera se caracteriza por buscar el bien de las mayorías, por aborrecer los privilegios, por hacer de la igualdad y la libertad (en todas sus manifestaciones) derechos inalienables; la derecha por su parte se apoya un tanto más en pequeños grupos con poder reconocido (económico, clerical, etc.), favorece a estas minorías a veces en detrimento del resto de la población y, en el mismo sentido, no teme retirar derechos a las mayorías a cambio de supuestos beneficios ulteriores y en casos radicales profesa abiertamente prejuicios contra minorías vulnerables. Así que, como se ve, ambas posiciones son un tanto contrarias entre sí y desde su nacimiento, en los días de la Revolución Francesa, casi irreconciliables. Por cierto, no sin cierto reduccionismo a la izquierda se le considera progresista y a la derecha conservadora.
Sin embargo, nunca hasta ahora se había asociado dicha inclinación por una u otra posturas como signo de inteligencia de una persona, tal y como aseguran investigadores de la Universidad Brock en Ontario, que realizaron un estudio en el que descubrieron que la gente simpatizante con los lineamientos de derecha —incluyendo prejuicios racistas y de homofobia— mostró durante su infancia una baja inteligencia.
Siguiendo el crecimiento de 15,000 personas —al principio niños de entre 10 y 11 años y al final adultos de 33— los académicos encontraron que aquellos con baja inteligencia y habilidades cognitivas más débiles en su niñez se inclinaban hacia la derecha política en la edad adulta porque esta les hace sentir más seguros, una especie de zona de confort que “al mantener el statu quo provee una sensación de estabilidad y orden”.
En una aventurada conclusión, el estudio sugiere a los académicos que es la capacidad intelectual y no la educación recibida la que determina al menos varios aspectos de las posiciones políticas de una persona: si esta es racista o no, si discriminará a otra persona en razón de su preferencia sexual, si tiende al autoritarismo y si establecerá contacto con grupos sociales distintos a ella. En todos los casos, bajas habilidades cognitivas conducen, según los científicos, a creer y practicar cotidianamente todos esos prejuicios.
Sin duda un estudio polémico que, de resultar cierto, podría ayudar a solucionar la terrible realidad de la discriminación por otros medios distintos a los usualmente empleados hasta ahora.