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En una temporada que presume unión y abundancia, la Navidad expone las fracturas más profundas del capitalismo: entre el imaginario global de la celebración y las formas tropicalizadas con que millones en Latinoamérica intentan alcanzarla, diciembre revela cuánto pesa la desigualdad cuando el mundo entero parece iluminado

Diciembre siempre llega con la impresión de que el mundo se ablanda un poco. Las luces caen sobre las ciudades como una especie de tregua emocional, y por un instante parece que todos habitamos una misma idea de esperanza. La Navidad tiene ese encanto: promete un respiro, una pausa luminosa en medio del desgaste del año. Pero mientras más brilla, más revela. Esa es su otra cara, la que incomoda.

Porque la Navidad es universal, pero el acceso al romance de ella no. Y ahí empieza la paradoja: una celebración pensada para unir revela, con precisión, cuán separados estamos.

El capitalismo nos vende diciembre como un oasis emocional: cenas abundantes, rituales cálidos, consumo disfrazado de afecto. Las ciudades se llenan de luces, las marcas de promesas, las calles de expectativas sociales. Pero por debajo de ese resplandor hay un recordatorio incómodo: el sistema que construyó esta temporada también excluye a la mayoría de quienes están obligados a celebrarla.
En los países donde el capital circula sin tantos obstáculos, diciembre puede ser simplemente un pequeño exceso anual. Pero en regiones como México y Latinoamérica —donde la desigualdad es persistente, estructural y heredada— la temporada decembrina se convierte en un espejo de lo que no se tiene.
No hace falta buscar demasiado para notarlo. El 1 % más rico de México concentra alrededor del 35 % del ingreso nacional, mientras que el 10 % más pobre apenas alcanza un 2 %. La brecha entre ambos extremos es brutal: el ingreso mensual del sector más acomodado supera al del más vulnerable en 442 veces; según el último Panorama Social de América Latina del CEPAL y los informes de ingresos del INEGI. No son sólo números: son distancias emocionales, sociales y simbólicas que diciembre expone sin piedad.

Y aunque estos datos vienen de México, la estructura se repite como eco en casi toda la región. La pobreza laboral ronda un tercio de la población; millones viven sin ingresos suficientes para garantizar siquiera la canasta básica. En países donde el crecimiento económico existe sólo en los discursos, no en la mesa, diciembre no es un mes de abundancia: es un recordatorio de carencias.

La narrativa global de la Navidad —su estética de esperanza, de milagro, de consumo afectivo— no es inocente. Es parte del mismo dispositivo que sostiene la desigualdad. El capitalismo necesita rituales que normalicen el contraste. Que hagan parecer natural que unos viajen, compren, celebren y acumulen, mientras que otros adaptan la celebración y nace la navidad tropicalizada—la que se adapta al barrio, a la comunidad, al presupuesto limitado— es una obra de creatividad y resistencia. Piñatas de periódico, adornos reciclados, cenas que se construyen con lo que se puede, no con lo que dicta la tradición importada. Hay belleza, tradición y naturalidad en esa reinvención,sí, pero también una sombra inevitable: el “deber ser” impuesto por la navidad globalizada sigue ahí, intacto, como un estándar inalcanzable y deseado.

Porque diciembre expone la diferencia entre quienes pueden participar del espectáculo y quienes sólo lo observan desde el otro lado del televisor o aparador. Entre quienes pueden comprar la ilusión y quienes apenas pueden sostener el escenario doméstico para que sus hijos no sientan tanta distancia del resto. Lo que para unos es luz, para otros se convierte en estrés financiero. Lo que para unos es tradición, para otros es deuda literal y emocional.

No se trata de demonizar la tradición, ni de suponer que el afecto se reduce únicamente a  mercancía. Las celebraciones importan; articulan comunidad, sostienen memoria. Pero también conviven con un modelo económico que hace más visibles las diferencias justo cuando la narrativa social intenta borrarlas con un solo gesto.
El capitalismo decembrino no es un villano a secas, tiene matices y en definitiva funge como un amplificador. Multiplica lo que ya existe: la posibilidad de algunos, la limitación de otros. Para quienes pueden participar de la tradición completa —cenas, regalos, viajes, rituales— diciembre es un abrazo. Para quienes apenas sostienen el día a día, diciembre es una mezcla de ternura y punzada: la sensación de que el mundo avanza hacia un lugar al que tú no fuiste invitado del todo.


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Imagen de portada: Tecnologico de Monterrey