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«28 años después»: la danza inquietante del miedo y la memoria en la nueva obra de Danny Boyle

Arte

Por: Carolina De La Torre - 06/24/2025

Más que una secuela, una experiencia inmersiva donde la cámara respira ansiedad y la historia se convierte en un espejo oscuro de la humanidad, mostrando que el verdadero virus es el duelo que nunca acaba.

En el umbral del caos, Danny Boyle vuelve a convertir la pantalla en un lienzo donde se plasma la angustia humana y la belleza salvaje de la supervivencia. Con una dirección que evoca la tensión desgarradora del original 28 días después, esta secuela no solo retoma la herencia apocalíptica, sino que la reinventa, ofreciendo al espectador un viaje inmersivo en el que cada corte de cámara es un latido y cada encuadre, un suspiro del universo en crisis.

Desde la primera escena de persecución, donde los infectados rápidos irrumpen con furia desatada, el ritmo visual se impone casi como una coreografía espontánea. Las cámaras, en una danza frenética, capturan la desesperación y el temblor incontrolable de la ansiedad, sumergiendo al espectador en una persecución en la que la imagen se apodera de su mirada, obligándolo a ser parte del relato que se vive en tiempo real. Este juego de luces, sombras y ángulos abruptos no solo crea tensión, sino que se vuelve un puente que une la narrativa con la esencia misma del público, atrayéndolo como un imán hacia una historia que palpita con la vida de sus propios personajes.

Boyle, bajo su inconfundible dirección, despliega un estilo visual que es a la vez un homenaje a la crudeza orgánica de 28 días después y una evolución audaz. Aquí, el salto técnico se siente y se agradece: la película fue filmada principalmente con iPhone 15 Pro Max, drones, cámaras de acción y hasta un rig de 20 teléfonos para lograr un efecto visual estilo bullet-time, un terreno inmersivo, íntimo y sorpresivamente moderno. Anthony Dod Mantle, director de fotografía y colaborador habitual de Boyle, logra que esta mezcla de formatos no solo funcione, sino que cobre identidad narrativa propia.

No es solo una película de infectados ni un mero ejercicio de horror folk. La cinta se transforma en una reflexión profunda sobre el duelo, la humanidad y las fallas inherentes de la existencia. Ambientada 28 años después del brote original, seguimos a una familia —un padre marcado por el aislamiento, una madre en deterioro físico y un hijo adolescente, Spike— que vive resguardada en una isla, hasta que el mundo exterior los llama de nuevo. El guion, escrito por Alex Garland, se permite mostrar una sociedad que parece detenida en el tiempo, casi medieval, donde los rituales paganos y la violencia colectiva no están tan alejados del presente. Es, a todas luces, una crítica velada —pero poderosa— al autoritarismo, la nostalgia nacionalista y la memoria histórica británica.

Los personajes, quizás marcados por clichés en apariencia, emergen con alma propia, vibrante y entrañable, convirtiéndose en el alma viva de un relato cargado de alegorías. Hay algo profundamente humano en esta cinta, incluso cuando aparecen nuevas variantes de infectados —como los Alphas, físicamente más desarrollados e inteligentes— o escenas que bordean lo inverosímil, como una mujer infectada que sigue consciente durante un embarazo. Incluso ahí, el universo se sostiene, se expande y sigue funcionando con coherencia emocional.

Y aunque deja algunos cabos sueltos y narrativas que parecen flotar sin resolución —el culto liderado por un inquietante personaje llamado Jimmy, o los rumores de una cura—, es precisamente esa apertura la que prepara el terreno para lo que viene: The Bone Temple, ya confirmada como la siguiente entrega de esta nueva trilogía.

La fuerza de 28 Años Después radica en su capacidad para fusionar el pasado y el presente. Esta nueva entrega huele a encierro pandémico, a Brexit, a aislamiento emocional y cultural. Y sin embargo, entre tanta oscuridad, emergen momentos entrañables, tiernos, incluso cómicos, que se presentan con una naturalidad desarmante. Tal cual lo hizo Boyle hace más de dos décadas, vuelve a recordarnos que la humanidad se revela no solo en los momentos más trágicos, sino también en los gestos más sutiles.

En cada escena crucial, la música —una mezcla precisa entre pulsos electrónicos y texturas ambientales— se convierte en la voz del destino, orquestando una coreografía perfecta que hace vibrar el alma del espectador, invitándolo a caminar, a sentir y, sobre todo, a reflexionar sobre el delicado equilibrio entre la vida y la muerte.

En definitiva, esta película es una secuela, sí, pero también una auténtica reinvención de un clásico moderno. Una evolución digna de 28 días después, que no se limita a ser una sucesión de imágenes terroríficas, sino que se erige como una oda a la resiliencia humana. Una experiencia profundamente inmersiva y visceral, donde cada plano, cada nota y cada respiración de cámara nos recuerda que el verdadero virus nunca ha sido la rabia, sino el olvido.


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Imagen de portada: Poster 28 años después, Danny Boyle, (2025)