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Durante más de una década, Andréi Tarkovski soñó con adaptar la novela de Dostoyevski. La censura soviética impidió el rodaje, pero su espíritu vive en cada plano de su cine

Hay películas que no necesitan cámaras para existir. Algunas se refugian en los márgenes del tiempo, otras se incuban en la conciencia de quienes soñaron con darles forma. El idiota de Dostoievski, ese filme no nacido de Andréi Tarkovski, no es solo un proyecto frustrado: es el contorno vibrante de una devoción que nunca encontró materia, la cicatriz de una fe imposible de encarnar.

Tarkovski no quería filmar una novela, quería retratar un alma. La del príncipe Myshkin, ese santo laico y patético que camina por el mundo con los ojos de un niño y el corazón abierto como herida. En él, el cineasta ruso encontró algo más que un personaje: una alteridad posible, una forma de existir sin rendirse a la corrupción del poder ni a las trampas de la ironía. Myshkin era, quizás, el Tarkovski que no pudo ser.

Durante más de una década, el director que pintaba con el tiempo y respiraba a través del silencio intentó llevar a la pantalla la novela más frágil de Dostoyevski. Se lo prohibieron una y otra vez. Demasiado joven, demasiado libre, demasiado Tarkovski. En la Unión Soviética de las sombras largas, ser un artista con conciencia era ya una sospecha. Y si además se tenía la osadía de querer adaptar a Dostoyevski desde la fe y no desde el dogma, el proyecto se convertía en un sacrilegio.

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Los censores de Goskino no vieron en El idiota una historia de compasión, sino un reflejo incómodo del fracaso moral del sistema. La mirada limpia de Myshkin era, para ellos, una amenaza más letal que cualquier crítica explícita. Y Tarkovski, fiel a su ética radical, se negó a traicionar su visión.

Aun así, el idiota vivió en sus películas. Se intuye en el Andréi Rubliov que pinta frescos para un mundo que no entiende la belleza. Se asoma entre los ladrillos húmedos de Stalker, donde un guía silencioso conduce a otros a través de una Zona que también es alma. Y en Nostalgia, filmada en el exilio, el idiota se convierte en nostalgia misma: la de un arte que ya no puede nacer en la tierra que lo inspiró.

En 1983, Tarkovski firmó un contrato con Mosfilm para adaptar la novela. Fue su último intento. Un año después, anunció que no volvería a la URSS. En Suecia, filmó Sacrificio. Luego, el cáncer. La muerte llegó como llega siempre en su cine: callada, inevitable, íntima. Y El idiota quedó sin rodarse, pero no sin existir.

Porque hay obras que no necesitan proyectores. Algunas se alojan en la piel del tiempo, en los vacíos que los artistas dejan para que respire lo imposible. Tarkovski no filmó El idiota, pero lo encarnó. Fue su cineasta invisible. Y como Myshkin, caminó entre nosotros con un corazón tan inmenso que el mundo, al no poder comprenderlo, lo apartó a un lado.


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Imagen de portada: Eterna Cadencia