Anarquismo posmoderno y taoísmo en la pluma de Ursula K. Le Guin
Filosofía
Por: Alejandro Massa Varela - 11/11/2024
Por: Alejandro Massa Varela - 11/11/2024
Ursula Kroeber Le Guin Berkeley no propuso una nueva humanidad, sino miradas y condiciones futuras en las que especuló desde el misterio moral y afectivo de la experiencia. Lo humano son solo humanos diferentes, semejanza que empieza y sigue otra semejanza.
Esto es también la secuencia del amor, no su propia consecuencia ni tampoco algo que le es natural. Tiene las proporciones de una novela, un poema, un cuento, un ensayo creativo, una confesión alternativa a la secuencia del sufrimiento. Una sucesión ficticia donde el futuro se escribe a sí mismo sin dictado y revisitándose como a un inmenso potencial oculto:
Es nuestro sufrimiento lo que nos une. No es amor. El amor no obedece a la mente y se convierte en odio cuando se lo obliga. El vínculo que nos une no es una elección. Somos hermanos. Somos hermanos en lo que compartimos. En el dolor, que cada uno de nosotros sufre solo, en el hambre, en la pobreza, en la esperanza, conocemos nuestra hermandad. Lo sabemos porque hemos tenido que aprenderlo, que no hay ayuda para nosotros excepto la de los demás, que ninguna mano nos salvará si no extendemos la nuestra. Y la mano que extiendes está vacía, como la mía. No tienes nada. No posees nada. No eres dueño de nada. Eres libre. Todo lo que tienes es lo que eres y das.
Y es que Le Guin fue una anarquista en la única clave que permite esta palabra: “ficcional”, sí, sin partir de lo único y lo propio entendidos como solipsismo, autorreferencia histórica objetiva o individualista subjetiva, siendo única y propietaria de una especulación. Fue una novela, un poema y un cuento ensayados en una de las producciones literarias más interesantes de los siglos XX y XXI e inspiración para Neil Gaiman, Hayao Miyazaki, J. K. Rowling.
Con historias ambientadas en el mundo imaginado de “Terramar” o sobre la federación “Ekumen”, la carrera de siete décadas de Le Guin se ha convertido en la referencia de la denominada “ficción especulativa” o “specfic”, abreviatura que también ha sido utilizada para denominar a la “ciencia ficción”, pero que, en este caso, se refiere a la ampliación de la literatura y de la vida mediante “lo fantástico”. El crítico canadiense John Clute llama con el término eslavo “fantastika” precisamente a este tipo de escritura propositiva “sobre todo” y que evita las limitaciones de aquel subgénero basado en utopías y distopías atenidas a principios científicos futuristas.
La ficción especulativa es una expansión total que explora la verosimilitud en todos los escenarios posibles. En palabras del famoso crítico estadounidense Harold Bloom:
Le Guin, al igual que Tolkien, ha elevado la fantasía a la categoría de alta literatura.
Sin embargo, ocho premios Hugo, seis Nebula, veinticuatro Locus y un Nacional del Libro en los Estados Unidos, más un Gran Premio del Imaginario en Francia y constantes nominaciones al Nobel de literatura, aunque bien merecidos, fueron para esta autora anarquista solo concesiones a un sujeto del que se distanció de maneras liberadoras, una imagen propia que continuamente se esmeró por criticar y reversionar. Y es que como señalan los estudiosos auténticamente comprometidos con la importancia de su obra, esta sigue siendo una donación fascinante a la libertad, a seres en un mundo limitado por ilusiones de poder del pasado y la autoridad, de la culpa y la autovigilancia, del conformismo, de las ideologías, de la tradición y del proceso.
Esta no es una escritura sobre un mundo potencial, una lectura utópica y radicalizada de entre las muchas que existen a partir de Rousseau e incluso antes, la mera idealización de sistemas alternativos de economía política dignos de explorarse. No, Le Guin trabajaba con la potencia de una introspección expandida y expansora, que no sirve a la imaginación, sino que es una curiosidad por aquellas interpretaciones morales todavía no desarrolladas. Imaginar así no parte de lo propio o de lo ajeno, de una imagen estable o de una tensión sin descanso, así como este tipo de ficción ni es mentira ni está interesada en una realidad que tenemos que vivir.
Le Guin nació en California y murió en Oregón, aunque nunca vivió del todo entre las presidencias de los republicanos Herbert Hoover y Donald Trump, entre muchos “apartheid” como el sudafricano, el sionista o el vivieron y viven homosexuales e intersexuales, entre el demoliberalismo occidental, el autoritarismo soviético o la expropiación a la naturaleza que comete nuestra especie. Siempre rechazó el poder estatal y la autorregulación del mercado a partes iguales y de manera evidente. El punto de su vida entre las palabras siempre fue una resistencia a la gran fantasía vigente de que cada uno de nosotros estamos en el lugar que nos corresponde. Una manera de pensar, semejante a la de Nietzsche o a la de los sabios taoístas, por fuera de un sujeto absolutamente puro, que ni es individual si es un sistema, ni orgánico si solo se piensa:
Cada uno de nosotros merece todo, cada lujo que se haya acumulado en las tumbas de los reyes muertos, y cada uno de nosotros no merece nada, ni siquiera un bocado de pan en el hambre. ¿No hemos comido mientras otro se moría? ¿Nos castigarán por eso? ¿Nos recompensarán por la virtud de morir de hambre mientras otros comían? Ningún hombre merece un castigo, ningún hombre merece una recompensa. Libera tu mente de la idea de merecer, de la idea de ganar, y comenzarás a ser capaz de pensar.
En opinión del filósofo estadounidense Lewis Call, Le Guin incorporó el anarquismo a la corriente principal discursiva que acapara la atención del público, sacándolo de un apartheid cultural, muchas veces autoimpuesto. Si ser anarquista no es otra cosa que conocer una bibliografía canónica y defender a pies juntillas las propuestas de William Godwin, Pierre Joseph Proudhon, Peter Kropotkin o Mikhail Bakunin, entonces, solo implica participar una de las minorías intelectuales más irrelevantes de nuestros días. Y sin embargo, la gran mayoría de las personas inadvertidamente son anarquistas porque buscan soluciones para sobrevivir e independizarse de un sistema que no está hecho para ser la luz, la materia y el lápiz de muchas versiones humanas:
Vivimos en el capitalismo. Su solo poder nos parece ineludible como así les pareció a nuestros ancestros el del derecho divino de los reyes. Los seres humanos pueden resistir y cambiar cualquier poder humano. La resistencia y el cambio a menudo comienzan en el arte, y muy a menudo en nuestro arte, el arte de las palabras.
Call insiste en que la crítica anarquista no puede permitirse el lujo de permanecer atrapada en el modo de pensamiento moderno e industrial como muchas formas de socialismo y de liberalismo. En su opinión, Le Guin contribuyó a un “anarquismo posmoderno” a partir de un periodo de escritura a finales de los sesenta y principios de los setenta. Sobre todo con tres novelas: en La mano izquierda de la oscuridad, 1969, subvirtió el concepto binario de identidad sexual para promover una “anarquía de género”. En El torno del cielo, 1971, el caso de un paciente psiquiátrico que rediseña el mundo a través de sus sueños es una propuesta de “anarquía ontológica”. Y en Los desposeídos, 1974, creó un lenguaje ficticio conocido como “pravic” y propuso un concepto alterativo de tiempo como perspectivas anarquistas, una “lingüística”, y otra “cronosófica”:
El anarquismo posmoderno de Le Guin es un desafío sostenido a los modos convencionales de pensamiento radical. Se trata de un anarquismo que rechaza las teleologías, hace estallar los conceptos tradicionales de subjetividad en general y de identidad de género en particular, propone nuevas cosmologías radicales y abraza las posibilidades anarquistas inherentes a la creación de nuevos lenguajes. Es, en resumen, un anarquismo para el siglo XXI, y es hora de que la crítica lo reconozca.
Esta posición también puede caracterizarse como “postanarquista” al negarse a la inmovilidad del anarquismo o su conversión en una ortodoxia, otra línea de pensamiento político clásico más que desemboca en el “ser”, que persigue un “objetivo eventual”, un estado último de desarrollo, una sociedad estática, en lugar de asumirse como “un medio sin fin”:
La libertad es una carga pesada y extraña que el espíritu debe asumir. No es fácil. No es un don que se nos da, sino una elección que se hace, y la elección puede ser difícil. El camino sube hacia la luz, pero el viajero cargado puede que nunca llegue al final.
Le Guin buscó representaciones de un “anarquismo del devenir”, algo posible solo desde la ficción de un proceso abierto. Se trata de un desentendimiento del dilema básico de la teoría política sobre cómo reconciliar las necesidades específicas del individuo con las necesidades sociales más amplias de la comunidad. Este dilema parte de un cambio histórico, de los intentos premodernos por hacer específico lo universal, a una síntesis de lo subjetivo a modo de principio fundante de las culturas en general, por ejemplo, el sujeto de la Ilustración con el que trabajan los pensadores hegemónicos liberales, conservadores o de muchas formas de izquierda.
La inmanencia y la trascendencia de la experiencia individual o de la experiencia del mundo. Ambas experiencias pueden parecer contradictorias, pero para el anarquismo posmoderno es necesario convertir ese “o” en “y”, captar la simultaneidad de lo inmanente, del hecho, y de lo trascendente, la búsqueda de algo que valga más la pena. Esta búsqueda de una propuesta se comprueba como no inmediada, y esto implica también no alienarse debido a una ilusión de un yo inmediado. El yo es libre en el sentido de que no puede negar o controlar su libertad:
No puedes comprar la revolución. No puedes hacer la revolución. Solo puedes ser la revolución. Está en tu espíritu, o no está en ninguna parte.
Para Call, la subjetividad fue entendida por Le Guin como “perpetuamente provisional”, “profundamente contextual” y “poderosamente psicológica”. Se trata incluso de una forma de hacer dialéctica únicamente oponiendo consciencia e inconsciencia, descubrimiento puro, algo que, paradójicamente, exige abandonar categorías binarias estrictas, incluyendo verificar si solo es cierta, o la heteronomía colectiva, o la autonomía de los individuos.
Le Guin demuestra debilidad por el taoísmo, al punto de ser casi obvio que esta sabiduría también anarquista ayudo a su propia teoría sobre el proceso que supone escribir:
El mundo taoísta es ordenado, no caótico, pero su orden no es impuesto por el hombre ni por una deidad personal o humana. Las verdaderas leyes, éticas y estéticas, así como las científicas, no son impuestas desde arriba por ninguna autoridad, sino que existen en cosas que se encuentran, se descubren.
Tanto el anarquismo como el taoísmo proponen un modelo de orden social y ontológico que es consensual y ético, en el que las “leyes” no son creadas por élites políticas, sino que surgen de la interacción directa entre el individuo y el mundo. Su “coevolución” responde no a un sujeto único o colectivo, sino a experiencia de valor personales y compartidas:
El problema es que tenemos la mala costumbre, fomentada por pedantes y sofisticados, de considerar la felicidad como algo más bien estúpido. Solo el dolor es intelectual, solo el mal es interesante. Ésta es la traición del artista: negarse a admitir la banalidad del mal y el terrible aburrimiento del dolor.
Cada persona es una “microrrevolución” y, al ser cada una “experiencia”, es en un horizonte que “macrorrevoluciona”. Esto no podría solo desaparecer, sería lo mismo que si nunca hubiera empezado y que si pudiera reiniciar de cero. El sentido común no es un sobreentendido perfecto porque, si lo fuera, nada sería ni problemático ni dual ni distinto. Se vive a través de la semejanza con la que resolvemos nuestro día a día como si también lo imagináramos. Se hace con amor desde leyes que amar no impone o se debe. Porque no siendo un acto idéntico, es identitario, factual, valiente y verdaderamente natural como la aparición de los ríos, las novelas, las estrellas, los cuentos, los jardines, los poemas, las casas, los ensayos sucedidos.