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¿Qué hace tan individualmente único e irrepetible a Death Note? ¿Personajes como Light y L tienen posturas ideológicas cercanas a la derecha conservadora o al anarquismo? ¿Por qué vale la pena revisar el manga y el anime desde la filosofía de Max Stirner?

Para mi hermano Oscar que conoce los mismos cuentos.

Death Note, Desu Nōto, es la obra magna de una gran mente compartida por Tsugumi Ōba y Takeshi Obata, escritor e ilustrador respectivamente de un manga peculiar y aterrador de 2003 que desafió toda expectativa posible desde las páginas de la editorial Shūeisha.

La versión anime dirigida por Tetsurō Araki para el estudio Madhouse no solo interesó a otakus y curiosos que han redescubierto esta obra año con año desde plataformas como Netflix, sino que llegó a convertirse en un sutil fenómeno de masas entre víctimas de bullying, góticos existencialistas, maids poser y derechistas que defienden medidas más punitivas contra los males sociales, con críticos que incluyen al Partido Comunista de China.   

Y es que Death Note presenta un duelo de inteligencias entre dos mentes, la de un detective con pocos escrúpulos y la de un asesino de masas, ambas buscando permanecer anónimas y unificadas como un gran laberinto de deducciones, acertijos sobre la naturaleza de la justicia, el mal y de la condición humana. Y el por qué esta obra fue prohibida en el gigante rojo se debe a que la persona que busca atrapar el detective es capaz de matar utilizando solo una libreta, copiada en la vida real por adolescentes como un juego o una amenaza.

Las personas cuyos nombres estén escritos en esta libreta, morirán.

Esta libreta no funcionará a menos que el escritor tenga el rostro de la persona en su mente mientras escribes el nombre. Por lo tanto, las personas que compartan el mismo nombre no se verán afectadas.

Si la causa de la muerte es escrita dentro de los cuarenta segundos siguientes al nombre de la persona, así sucederá.

Si la causa de muerte no es especificada, la persona morirá de un ataque al corazón.

Un “shinigami”, traducible como dios de la muerte, es en el folclore japonés una entidad sobrenatural que invita o induce a los seres humanos a querer morir. En la obra de Ōba y Obata, son seres monstruosos, a veces con apariencia frankensteiniana, que viven en una dimensión en las alturas como testigos aburridos del mundo de los humanos y del correr de la existencia, condenados a matar con sus libretas o a desaparecer como un rastro de polvo.

Death Note es la historia de qué podría pasar si alguien como nosotros, un ser humano, recibiera este tipo de capacidades para matar. Aunque decir que hablamos de alguien como nosotros es generalizar demasiado. No muchos individuos se parecen a Light Yagami, un estudiante de preparatoria, quizá el mejor de todo Japón, que en lugar de convertirse en un policía como su padre, utilizó una libreta para deshacerse de violadores, secuestradores y homicidas como una rara ilusión de castigo y vigilancia de este diminuto planeta:

Yo soy el Dios del nuevo mundo, yo soy la justicia. 

Es más bien común que muchos fans concedan o, yendo más lejos, nos exijan reconocer, a riesgo de ser catalogados como estúpidos o ingenuos, que Light siempre tuvo la razón sobre la naturaleza irreformable del crimen y sobre lo que hay que hacer para ponerle punto y final. Incluso si el personaje nunca pudo disociar su motivación y plan del narcisismo que lo llevó a querer ser reconocido como Dios, sus acciones habrían sido las correctas.

Hay cientos de videos en Youtube que defienden a Light, a veces desde un convencimiento apasionado que claramente coincide con las apologías a la pena de muerte o a figuras de la vida real como Nayib Bukele, el presidente del Salvador que ha suspendido la presunción de inocencia y los derechos humanos de las maras y otros presuntos delincuentes.

Lo único que verás serán personas sin las cuales el mundo estaría mejor.    

Esta conclusión de Light fue la que lo condenó a usar la libreta de la muerte, la misma de muchas personas fuera de la ficción que acusan que no todas las personas pueden ser iguales ni deben ser tratadas de la misma manera. Hay gente que siempre ha sido o se ha vuelto sin retorno un camino al mal para muchos inocentes. Evitar al resto de la población destinos como la privación de la libertad, el abuso sexual o morir a sangre fría no puede ser si no el ojo por ojo hasta cegar para siempre esos caminos al dolor encarnados por "pseudohumanos". Y no es extraño que muchos apoyen la silla eléctrica en los Estados Unidos o la exitosa seguridad de una dictadura por mucho tiempo como lo fue Singapur.

Sin embargo, las aristas de esta opción son mucho más complejas, por más entendible que sea el dolor de víctimas directas e indirectas. No se trata solo de una discusión sobre cómo disminuir el crimen y disuadir a los criminales, ¿qué es más efectivo, la cárcel indefinida, la pena capital, el aislamiento y las torturas, o rehabilitar y recomponer el tejido social?

El problema de esta óptica sobre el mal incluye decidir qué y quién es punible, cómo y quién debe juzgarlo. Hay países que siguen castigando el adulterio, la homosexualidad, la conversión a otra religión, la brujería, la protesta política o filtrar información vía WikiLeaks. Pero incluso si hubiera una manera objetiva para identificar qué merece toda nuestra intolerancia sin perdón, el problema no es solo utilitarista, de proporcionalidad o de definición sobre crímenes y castigos. Se trata del peligro de deformar la voluntad, de hacernos un daño idealizando el odio y lo irremediable. En palabras del filósofo alemán Max Stirner:

La voluntad no es fundamentalmente correcta, como los prácticos quisieran asegurarnos.

Alteración japonesa de “killer” y el apodo que se le concedió en internet al asesino, “Kira” quiso vivir desde su verdad: Light Yagami es un ser superior. Aceptó matar criminales porque cualquier otra meta, por ejemplo, aprovechar su intelecto en la universidad o como agente de policía, jamás le hubiera permitido vivir una verdad tan solitaria y convertir su solipsismo en una forma para el mundo. Y quiso matar al detective que empezó a perseguirlo, “L”, no solo porque se convirtió en la única amenaza seria para su propia vida, sino porque, de ser llevado a un tribunal, se le juzgaría no como a Dios, sino como a un asesino de masas entremezclado con los demás, un X dentro del anonimato que, para aparentar ser mucho más, debió recurrir a la cobardía, el miedo y la autocondena.