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¿Qué hace tan diferente pensar a partir de la filosofía del francés René Girard? ¿Por qué pensaba que nunca reconocemos nada en el otro, sino que siempre estamos imitando? ¿Esta relación sin identidades individuales es real como lo es el espíritu del deseo?

El historiador, filósofo y antropólogo René Girard, nacido en Aviñón donde los papas vivían en Francia, fue un católico que no entendía esta palabra como el colectivo de la Iglesia, sino como la vulnerabilidad humana. Un pensamiento sobre las relaciones interpersonales “miméticas”, saber que queremos lo que quieren otros, y que lo queremos porque lo quieren:

Todo deseo es un deseo de ser.

Girard se opuso a las tendencias funcionalistas de las ciencias sociales y que alcanzaron a la filosofía. Es decir, en abolir la significatividad del deseo y de la subjetividad para intentar entender las relaciones humanas, como si los polos de esta relación fueran nociones precientíficas y no el asunto a tratar. Su filosofía de la mimesis recuerda y recrea un mito griego:

Un escultor de nombre Pigmalión se enamoró de Galatea, una mujer modelada, a tal punto que la trataba como la realidad de una mujer. Es decir, como si estuviera viva y lo hiciera vivir. La diosa Afrodita, quien trabaja con el deseo, accede a darles vida.

Sin embargo, el deseo no es ninguno determinado, sino una determinación sobre lo que no somos, futuro, y de un acción incansable que deja de ser inmediatamente nosotros, pasado. Esta acción no es otra que la imitación de los demás y resume todo lo que hacemos porque nos hace seres humanos, el hecho de ser un anima individual y el espíritu del deseo.

Somos un futuro pasado y un pasado futuro, un mundo que no terminamos de conocer porque el deseo en este mundo es ya querer otro, salir de la forma de la acción, o como decía Girard:

El deseo no es de este mundo.

Lo codiciado es escaso y la codicia aumenta en la escasez. Los deseos terminan por enfrentarnos entre individuos, comunidades y a escala global. Son la causa de las peleas de los niños en el recreo, del divorcio de las parejas y de las guerras por Dios o por el petróleo. El deseo es siempre misterioso, y cuando se nos revela como lo que queremos, se vuelve un deseo cumplido como deseo y un deseo imitado, cae un velo sobre nosotros o nos volvemos misteriosos.

 

 

Esta alienación con nuestras acciones miméticas es ser otra persona sin serlo, porque nunca llegaremos a ser el modelo que modela nuestro deseo por nosotros, la Galatea que esculpe a Pigmalión. Buscamos que ser una profecía autocumplida como si nuestro deseo nos permitiera controlar, tener y remplazar a una persona a la que atribuimos cualidades que carecemos elevadas a metafísica, por ejemplo, un poder, un carisma, una tranquilidad, una sabiduría, una ecuanimidad, una belleza. Una relación idolátrica o como escribió el propio Girard:

…una relación como la de la reliquia con el santo.

¿Cómo ser el espíritu del deseo que se ve iluminado por las huellas que deja en total oscuridad?

Pienso distinto a Girard. Aquel deseo ni nace ni muere, pero ve, ve al ser visto. Quien ve contempla su propio deseo aun si querer no es ya un ser. Quiere en su oscuridad, muestra que quiere, se deja ver para ver, hace un cuerpo, un mundo interno en el exterior. ¿Ante él o a sí mismo? Desea su identidad, pero por identidad es cierto que no queremos decir nada.

Propiamente no puedo hablar de un mundo sin deseo, y no conozco nada que no sea mundo. El deseo de imaginar es la imaginación del deseo, y no conozco nada que sea mundo, todo es un deseo de mundo. La necesidad entraña lo real, y si el mundo es lo visible, la mirada es una visión del deseo, y la luz, todo aquello que ilumina, una iluminación de la luz.

 

Imagen de portada: "Pigmalión y Galatea", Carmen González Castro (2017)