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Posesión y explotación: dos conceptos fundamentales del capitalismo que van en contra de la existencia natural de la vida

Los indios americanos afirman que no se puede poseer la tierra, como no se puede poseer el cielo, el frescor del aire o el brillo del agua. Así lo expresa el jefe indio Seattle en su Carta a Franklin Pierce, Presidente de los Estados Unidos de América, antes de que arrasasen con sus tierras:

Esto es lo que sabemos: la tierra no pertenece al ser humano; es el ser humano el que pertenece a la tierra.

¿Cómo se puede comprar o vender el cielo o el calor de la tierra? Esa es para nosotros una idea extraña.

Si nadie puede poseer la frescura del viento ni el fulgor del agua, ¿cómo es posible que usted se proponga comprarlos?

¿Qué significan sus palabras y por qué no podemos poseer la tierra? Los indios asimilan la posesión de la tierra con la posesión de elementos cualitativos (la frescura del aire y el fulgor del agua), como si la tierra fuese comparable a ellos, como si el sustantivo, que parece aprehensible, fuese equivalente al adjetivo, que parece inaprehensible. Voy a explicar por qué tienen razón en establecer una comparación que le resulta inapropiada al individuo urbano esclerosado. 

El virtuoso es aquel que posee la cualidad de la virtud, el valiente el que posee la cualidad de la valentía y el honesto el que posee la cualidad de la honestidad, del mismo modo en que lo brillante posee la cualidad del brillo. ¿Pero qué es la tierra y que son los objetos sino el ser, espíritu, sustancia o entidad que se adorna, al igual que la persona buena con la bondad, con una serie de cualidades que son las que nos permiten reconocerla como tal? Así como sólo el bello puede poseer, por naturaleza, la belleza, la tierra, por naturaleza ontológica, posee los atributos que percibimos y que pretendemos nuestros.

Nosotros somos como el que extorsiona o hurta lo que no le pertenece por medios ilegítimos y alienantes. Si el que es adornado por “x” cualidad es quien realmente la posee, entonces cada ser se posee a sí mismo, en el sentido de que su ser o esencia posee los elementos cualitativos que crean su entidad individual diferenciada. Poseer de esta forma es poseer desde dentro, desde el interior, desde el espíritu; la otra es poseer desde el exterior, que en verdad nunca logra la posesión verdadera del ser. Por eso la tierra se posee a sí misma y no nosotros a ella.

Además, no es ética la pretensión de poseer exteriormente a los hermanos ni a los familiares, porque no se puede poseer de esa forma a los seres que se ama, y la tierra es hermana nuestra, al igual que todo lo existente. Así lo afirma el jefe indio Seattle en la carta citada:

Nuestros muertos jamás se olvidan de esta bella tierra, pues ella es la madre del piel roja. Somos parte de la tierra y ella es parte de nosotros. Las flores perfumadas son nuestras hermanas; el ciervo, el caballo, la gran águila, son nuestros hermanos. Los picos rocosos, los surcos húmedos de las campiñas, el calor del cuerpo del potro y el hombre, todos pertenecen a la misma familia.

Sabemos que el hombre blanco no comprende nuestras costumbres. Para él una porción de tierra tiene el mismo significado que cualquier otra, pues es un forastero que llega en la noche y extrae de la tierra aquello que necesita. La tierra no es su hermana sino su enemiga, y cuando ya la conquistó, prosigue su camino.

Todos los seres somos hermanos porque todos contamos con una misma esencia en razón de nuestro origen común de una única fuente. La hermandad de todo recalca la conciencia de la unidad subyacente y trascendente. Precisamente porque todos tienen la misma esencia originaria es que lo Divino, esa esencia, se manifiesta omnipresente. Por eso Seattle señala que todos pertenecen a la misma familia. De ahí que para el indio, y para toda persona con una sensibilidad no enturbiada, vender la tierra es vender a sus hermanos como si fuesen objetos o mercancías, o es como vender a la propia madre: algo completamente pérfido y despreciable.


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Imagen de portada: La única foto conocida del Jefe Seattle, tomada en los años 1860 cuando se acercaba a los 80 años de edad, E.M. Sammis (1864: detalle) / Wikimedia Commons