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Entre el cuerpo y la trascendencia, entre la biología y el erotismo, el amor oscila a lo largo de la existencia como una de las experiencias decisivas para el ser humano

Para el amor, a quien yo llamo Rodrigo.

Recomiendo para la lectura tranquila de este ensayo, el álbum de 1989, año de mi nacimiento, White Morning, 白 い 朝, Música para sanar, de Miyashita Sama. 

El amor implica hacerse testigo de hechos invisibles. Si fuese una cosa, una persona, y no un hecho, sería el deva de la obstinación, el Señor o la Señora de una Tierra buena para los seres más tercos. También podría decirse que es la vida misma, un día amplio en el que nos sentimos especialmente necios. Aunque la vida en sí no existe, en esa mañana blanca, nosotros, unos seres también blancos, bastante extraños, aseguramos ver todo tipo de colores. Y estos no son recuerdos de una existencia ya pasada, ni tampoco secretos, significados privados. El amor implica ver lo que no se ve, y esto no tiene sentido. Ni invención ni descubrimiento ni autoengaño. El amor sólo es muy distante. Es lejano para sus testigos. 

Una chispa no atendida a tiempo que saltó de la boca del erotismo. Las muecas de este son un incendio en la casa humana, y quizá también en donde viven otras inteligencias, como los bonobos, los delfines, los genios y los titanes. Es difícil decir si este incendio nos beneficia o si es hermoso de ver. Lo único cierto es que tampoco se atendió cuando quemamos el bosque de la vida y los cuerpos. De los árboles rojos y la tierra rosa del sexo creamos nuestro rapidín en el baño de la oficina, nuestras primeras experiencias en la escuela, nuestros salones de masaje, nuestras librerías pícaras, los transportes, los hoteles, nuestras casas y templos.

Estos hechos tienen que ver con el origen de todas las cosas, pero sólo conocemos los hechos desde cierto sentido cronológico. Esto es así, no podemos quejarnos, porque nadie sabía nada cuando empezó el primero de los tres, el sexo. El segundo y el tercero, el erotismo y el amor, ya son demasiado recientes, no pueden brindarnos demasiada información. Sin embargo, estos hechos aún coinciden muchas veces entre sí, por lo que podemos ligar y separar sus definiciones, así como adivinar aquel orden de procedencia. El inicio de todo, o al menos de todo esto, de acuerdo con Octavio Paz en su libro La llama doble (de 1993), sería recordar que el sexo es o fue solamente biología. Dicho con un término más adecuado: “biosofía”. 

La vida no entiende si apareció en un momento determinado, es una experiencia abierta, una serie de reacciones -que son lo único que conoce-. Tampoco le aterra la muerte, no puede asustarle algo que no reconoce o que no es una experiencia. Así como una leona no habla español o eslovaco y una rata no se llama “rata”. Lo que sí le da un terrible miedo es morir, precisamente porque vida es “vivir”, y el sexo todavía no era hacer el amor, “sólo vidas”. El sexo sirve y no para la reproducción. Reproduce un animal concreto, a la vez que sigue siendo una misma animación. En el bosque del sexo ni siquiera es que se carezca de moral: ahí no se definen aproximaciones como “placentero” y “desagradable”. La cópula necesaria para que la vida siga siendo es el mismo código primario de la saciedad y las ganas de dormir. El dolor es opuesto al sexo sólo en tanto quiera decir “peligro”, instinto de sobrevivencia. 

Esta dinámica para evitar la muerte definitiva, que empezó con el primer ser vivo (si es que hubo uno como tal), este código no pensado ni diseñado, de origen incierto desde un punto de vista científico o metafísico, se disociaría tarde o temprano de la meta de la reproducción, como el erotismo. Este segundo hecho es restar importancia a ese sentido de reexistir como el de la vida en general, desde la transmisión genética, para heredar otra clase de información a través de la cultura: cómo hacer sobrevivir el contento, que dure, se complejice, defina lo sutil, gane intensidad y se refine un placer convivencial. El código original se transforma en las reglas de un juego improductivo, que se da su propio valor, casi disociado del propósito original. Un nuevo ramaje caliente que hace dudar sobre determinación o libre albedrío.    

En su ensayo de 2019 “La literatura del deseo”, Ian McEwan explica así este hecho de la cultura erótica, parte y no del hecho del sexo biosófico:

Los procesos lentos y ciegos de la evolución han descubierto mediante prueba y error que el mejor medio para empujar a los seres humanos y otros mamíferos a proporcionar cuidados parentales, comer, beber y procrear es ofrecerles un incentivo en forma de placer unido a cada actividad. Hay en ello una maravilla cotidiana que no apreciamos en lo que vale [...] la fuente de deleite se conoce como sistema de recompensa. Su función es motivar, y también gratificar [...] de ese eficaz mecanismo biológico se derivaron extraordinarios avances culturales. Qué vinos, qué salsas [...] qué poesía amorosa, qué canciones, pinturas y música seductora…

Contrario, al menos en parte, a las opiniones de Sigmund Freud sobre el malestar de la cultura y la neurosis, el juego del erotismo “culturaliza” a los seres, haciéndolos más y menos incontinentes. Sin descartar el sexo, en lo ancho de los siglos ha logrado imponer poco a poco la primacía de lo inútil, hasta el punto de que pueda definirse como un derecho, por ejemplo, por el yerno de Marx, Paul Lafargue, en tanto parte de la pereza. Si antes la aproximación era una búsqueda de saciedad reproductiva, de protección más allá de lo particular, ahora esto particular es la diversificación de la experiencia del placer, confundido con el bien, la creatividad, el ensueño; y lo casi general, una serie de tradiciones eróticas. Si antes la aversión consistía en evitar peligros, accidentes que pueden ser morir, ahora pasa a ser dolor sin disfrute, que no se consiente o se quiere consentir como experiencia que hace lo interior, degrada las posibilidades del cuerpo y pasa a ser ilícita en sentido intersubjetivo. 

Esa sería la identidad entre lo erótico y lo religioso -“escrúpulo” de acuerdo con la etimología de esto último-. Un juego no tiene propósito, pero jugar tiene ciertas reglas, lo mismo que una misa supone un guion litúrgico. De otro modo, los juegos no serían reconocibles ni podrían transmitirse, soportarse y ligar a millones de participantes. Lo erótico compulsivo se vuelve una ortodoxia enrojecida como un clítoris y un glande. Sin embargo, si su base siempre ha sido aproximar, el juego erótico no puede ser solo autoconservación, sino nuevos inicios, revoluciones como un no al no de la ortodoxia colorada. Opone permisible y prohibido, naturalidad y vergüenza, una placidez familiar y lo sádico-masoquista. La religión también evoluciona con escrúpulos dogmáticos o heréticos, claves de conservación o liberación. Nos alienamos, ya sea para recrear, o sea para redefinir de manera pasquina, la orgía social. “Homeostasis y transistasis”. Pasa un poco de todo en el bosque de los universos del sexo.

¿Y qué es el amor? Quien ama lo sabe y no lo sabe. Ryōji Kaji, del anime Neon Genesis Evangelion de 1996, da una lección que me sigue gustando (y sí, fui un adolescente otaku):

Te equivocas Shinji, las personas no pueden entenderse a sí mismas, menos a los demás, es imposible. Pero es verdad que nos obstinamos por comprender las motivaciones de los demás, eso es lo que hace la vida más emocionante.

El otro está al otro lado del mar.

El mar, el mar. Por eso Iris Murdoch puso eso nombre a una de sus novelas. El amor no tiene nada que ver con convencerse de un sentimiento o su idealidad. Uno ama a alguien, no puede ser de otra manera. Amarlo es dejar de verlo, sin caer en ninguna trampa y sin recurrir a ningún truco sobre los sentidos o el convencimiento. Y esa persona es o fue absolutamente visible. Todo se puede ver, absolutamente todo. La experiencia es adorar la distancia, incluso extrañar a quien se ama teniéndolo justo al lado, aun dentro suyo o recibiéndolo en el interior. Esto es así, porque el cuerpo visible también deja de verse y el interior nunca ha existido.

Pero ninguna de estas palabras responde a la pregunta qué es el amor. Se puede abordar esto de muy distintas maneras, pero me interesa el amado como descubrimiento de la individualidad. Algo que, no obstante, tiene una lógica que se pone a sí misma en entredicho. Aun así, para abordar al amado como amor de un individuo, vuelvo a recurrir a Paz.          

El poeta ilustró el enamoramiento como maneras de negar y llegar a lo evidente a la vez. Por ejemplo, recurriendo a la Comedia de Dante, mejor conocida como la Divina Comedia, Paz resaltaba el segundo círculo del Infierno, la lujuria, donde Francesca de Rimini cuenta que, en imitación de los amantes Lancelot y Ginebra, cayó en adulterio con su cuñado Paolo (episodio que sirvió de inspiración de la famosa escultura El beso de Rodin). Asesinados por el celo de su esposo, se ven condenados a un bucle hecho de su romance, girando sin remedio, incapaces de asir al otro en un infierno infinito.

"El beso", Auguste Rodin (1882)

Para Paz, hay algo paradójico en la posibilidad de que Francesca y Paolo puedan todavía verse, incluso explorarse furtivamente. Algo similar a la felicidad en el infierno, una negación de los maniqueísmos. El amor, como la más grande invención humana, podría comprenderse como la genealogía de eso individual. El amor puede ser diabólico y una alianza sagrada contraria a cualquier monopolio de la trascendencia.  

"Dante e Virgilio incontrano Paolo e Francesca", Giuseppe Frascheri (1846)

Tú eres “un tú” como una particularidad fáctico / electiva, una alternativa libre, negación y negatividad que hace nacer algo propio. Esto fue metaforizado por John Holloway como un grito exteriorizado o “expresionista”, clamor diabólico o autoafectivo. Un poder-hacer deconstruyendo y renovando, dentro y fuera de una historia heteronómica del conocimiento sensible. Y también tú eres “el tú”, la experiencia, la coevolución de estar entre lo que se ha hecho lo posible en tanto cómo se ha comprendido una serie de hechos al comunicarnos. Eres la transpersonalidad que vuelve a distinguir los medios éticos religiosos y culturales, no solo para ser, sino para alienarse desde algo más que un propósito o un valor: el grito individual que evidencia todo y se evidencia entre la historia inmanente. Tabú e historia totémica, escisión y unión. Esta rebeldía o trasgredir la realidad es también coevolución, ser lo real.

Murdoch aseguraba en su libro de 1970, La soberanía del bien, que no tenemos noticia de evidencia alguna que sugiera que la vida humana no es algo autocontenido. Tampoco tenemos evidencia de que la vida universal o el momento del erotismo no lo sean. A eso le hemos llamado “alma”. Lo importante a advertir sería, a mi juicio, que estemos encerrados en ser nosotros mismos o no, no lo sabemos, a veces creemos que sí y otras veces que no. Sea como fuere, dejamos de ver nuestros confines, aunque siempre sean visibles, y no sabemos si ha entrado otro en nosotros, si ese otro es nosotros, o si somos una región para él o ella.   

Como dijo Stéphane Mosès en su libro El Eros y la Ley de 2007:

Es contradictorio que un Dios concebido como infinito, es decir, capaz de llenar la totalidad del espacio concebible, pueda coexistir con una realidad exterior a él […] qué necesidad tendría un Dios semejante de hacer aparecer, junto a él, un mundo y una humanidad […] sin embargo, la Biblia trasmite que la vocación de lo humano consiste en no someter la propia vida a una sola Ley de la conservación y del crecimiento del ser, sino que, por el contrario, implica saber renunciar a sí mismo en nombre de la petición, silenciosa o no, que otro me dirija con su presencia.

La dinámica del sexo es y fue mantener la vida y vida como tal. Al menos era también esto último, hasta que la vida se hizo aparentemente más compleja. El erotismo implica, desde sus inicios cavernarios, tomar el modelo de esa dinámica y trastocarla, hasta olvidar de vez en vez la reexistencia. Sólo existir y encontrar un destino que no sea el futuro de la especie, sino todo lo que pueda emerger de la creatividad erótica obsesionada. Pero el amor… el amor es algo que por definición se siente o, mejor dicho, que “hace sentir”, sin quedar claro a quién, quién es el tú y quién el yo. Algo que apareció sintiéndose. Si no fuera “sentir” no sería amor, pero que curiosamente “no siempre se siente” aunque uno ame. Por eso el amor es una individualidad que vuelve a tomar el código de la vida, ahora erosófica, y lo trastoca, aceptando renunciar a lo más importante: el amor, como el sexo y el erotismo, es material, pero podría declinar serlo. Fue pensado o no pensado para sentir a alguien, y termina aceptando que esto no siempre ocurre. Es visible, como un pito o un coño, y no siempre se ve. Quizá la distancia no puede plantearse en términos de necesidad, pero hace la verdad.  

Si bien el amor es el individuo, es un amante concreto que está dispuesto a perderse. Puede dejar de ser el yo de un tú que busca sólo para sí, como exclusividad, para convertirse en tú infinito, en la segunda persona de un yo del que está enamorado porque existe. Aceptamos ser el tú porque queremos que un yo nos ame. Aceptamos dejar de ver para que nos vean, que otros ojos y su color en el espacio blanco sean reales, la individualidad solipsista. 

No obstante, el amado no es una experiencia nuestra, es decir, no es una experiencia en ningún sentido. En todo caso, es visible, y creemos desesperadamente que experimenta. Creemos desesperadamente que podemos ser uno y regresar cronológicamente atrás, del amor al erotismo, del erotismo al sexo, a la vida sin punto Alfa, sin extremos. Como Kaji le preguntó a su amada: ¿Quieres ser uno conmigo? En cuerpo y mente, es un sentimiento maravilloso. ¿Quieres que seamos invisibles, quieres perderte para siempre conmigo?


Alejandro Massa Varela (1989) es poeta, ensayista y dramaturgo, además de historiador por formación. Entre sus obras se encuentra el libro El Ser Creado o Ejercicios sobre mística y hedonismo (Plaza y Valdés), prologado por el filósofo Mauricio Beuchot; el poemario El Aroma del dardo o Poemas para un shunga de la fantasía (Ediciones Camelot) y las obras de teatro Bastedad o ¿Quién llegó a devorar a Jacob? (2015) y El cuerpo del Sol o Diálogo para enamorar al Infierno (2018). Su poesía ha sido reconocida con varios premios en México, España, Uruguay y Finlandia. Actualmente se desempeña como director de la Asociación de Estudios Revolución y Serenidad.


Canal de YouTube del autor: Asociación de Estudios Revolución y Serenidad


Del mismo autor en Pijama Surf: La Crista de Edwina Sandys: una reflexión histórica y teológica sobre Dios como mujer

 

Imagen de portada: Neon Genesis Evangelion (Netflix)