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Una comparación entre el cristianismo y el budismo nos ofrece una perspectiva interesante sobre las respuestas que ambas prácticas religiosas dan al problema del dolor humano

Parece evidente que el cristianismo y el budismo mantienen en general divergencias notorias, sobre todo si se toman en consideración elementos simbólicos, doctrinales, metafísicos y escatológicos. Esto se entiende por una distancia de civilizaciones tan remota en los horizontes del tiempo que atañe a las bases conceptuales de lo real para ambas religiones. Empero, este ensayo pretende ir más allá del ecumenismo, decantándose por un análisis intrarreligioso: comprender la sed mistérica de los seguidores de Buda y Jesucristo

Si uno empieza por analizar sus enfoques constitutivos, el budismo se muestra como un exponente excelente de la idiosincrasia oriental que destinó mucho más tiempo a la investigación del mundo interior con el desarrollo de la meditación, la contemplación y el abismamiento. En cambio, las culturas semítica y grecolatina, doble procedencia del cristianismo y de la modernidad occidental, se inclinaron gradualmente por investigar el mundo exterior y los sentidos, la crítica a las facultades de la razón.

En líneas generales, el cristianismo tiene una raíz hebrea y su predicación inicial abarcó los límites del Imperio romano y la cultura helenística. Sirios, coptos, armenios, griegos, latinos, árabes, germanos, africanos, eslavos y americanos se transformaron por y junto a esta fe, cuya cultura es fuertemente litúrgica e iconográfica. En contraste, el budismo halla sus orígenes en la frontera de los actuales India y Nepal, entre prácticas gimnosofistas, expandiéndose a lo largo de los siglos por el este y centro de Asia, en el interior de Birmania, Tailandia, Ceilán, Vietnam, Camboya, Mongolia, China, Corea y Japón.

Los cristianos confiesan creer en una única divinidad omnipotente, omnipresente y autosustentada; a saber, un ser diferente a todos los demás, del que el todo depende o por quien todo fue creado. Si bien la hondura infinita de esta divinidad es incognoscible en tanto distinta a su creación, se comprende que tiene mismidad, un sí mismo, por lo que los creyentes se refieren a ella como "persona". Una que, en principio, sería impenetrable, si no fuera su propia voluntad revelarse a través de teofanías polimórficas, consecuentes y sucedidas. Si bien estas versan sobre su autor, también explicitan su deseo, uno de unión que ha de mostrar finalmente: darse a conocer implica que busca amar, que es él quien nos busca 

En principio, esta vida deseante es el celo de un eros cuyo significado y signos son la participación tanto del amante como de los amados. No obstante, en la Historia esa relación se invierte: los amados se vuelven amantes y el misterio numinoso pasa a ser sentido de sustento y vida contra el desamparo y la muerte. Se le confía con el corazón completo y se le reconoce como Señor, Padre eterno, digno de toda alabanza.

En contraste, la experiencia fundamental para los budistas es el sūnyatā, un vacío sobreabundante, increado, tan lleno y tan carente de vida como una hoja en blanco; aquello que ni deja de hacerse evidente ni consigue serlo. En esta realidad –que ninguno de los seis sentidos, incluido el entendimiento, puede captar– el yo resulta inconstante, sin existencia física o mental propia. Esa impersonalidad es la experiencia unívoca y de interdependencia de todos los seres cambiantes; descubrirlo resulta básico para la paz. 

Quien es libre de desear y sufrir por la experiencia, se ha desbordado en compasión o karuṇā: del vacío eterno recibe la naturaleza búdica. El todo apoyado en la nada, su supremo espejo, es también la gran libertad, la ausencia de la muerte y del miedo que esta supone, un despertar de la confusión gracias a la meditación tranquila

A nadie le ha sido revelada esta verdad: el Buda la ha realizado, tal y como uno mismo sabría cómo consigue respirar, el aliento. Su gracia viene de la espontaneidad. Él iluminado es imagen de esa verdad y de la vía para encontrarse con ella.

De cada una de estas dos consideraciones se desprende un modo de vida, una estética y un sentido de adhesión. Tanto el cristianismo como el budismo son religiones de carácter soteriológico: ofrecen un medio salvífico, una respuesta al dolor de los seres humanos asolados por la debilidad, el egoísmo, la ignorancia y la mortalidad. Sin embargo, según Nietzsche, es clara una diferencia de énfasis entre las dos religiones: la primera pretende que digamos “yo peco”; la segunda, “yo sufro”.

El cristianismo habla de los amados de Dios que se han perdido. Quienes fueron la cumbre de la creación vital, a imagen y semejanza del origen del bien y belleza, cayeron e inventaron la tragedia, se apartaron y quedaron enfermos hasta lo más profundo. El pecado es esa deformación de lo que era sano, presto para lo mejor, nuevo e inocente, libre de toda culpa. Es así que al mundo se le asocia con las condiciones estructurales que ha impuesto este daño. Únicamente quien no es de este mundo podría traer la apocatástasis: la restauración de la semejanza perdida que se vuelve promesa, y en boca de la mujer y el hombre, fe, esperanza, profecía, testimonio y santidad recuperada. La theosis o identidad con Dios. 

Los católicos romanos, ortodoxos y reformados entienden que las teofanías que presenciaron los profetas del Antiguo Testamento o Tanaj habrían de revelarse como cristofanías: la conversión de ese eros mistérico atractivo en el ágape de Cristo: amor caritativo que se da por entero sin esperar nada a cambio; que entregó el Padre eterno a su Hijo, quien es su palabra e historia en el mundo, y que este ofrece como posibilidad fraternal a todo aquel que lo imite y viva como cristóforo. Se está hablando de la revelación misma, que para el cristianismo es Jesús, prueba de que Dios no es monolítico o un quién solitario, sino la suprema experiencia relacional, expresada en una figura histórica, es decir, que no se pretende puramente legendaria o ficcional: nos da algo que narrar, un ser humano concreto, identificable en nosotros.

Es posible concluir que se trata de una religión cuya hermenéutica es también una teoría de la Historia: la verdad se comprende por medio de una narrativa salvífica, interpretada por aquellos que a lo largo del tiempo buscaron ser ética y cúlticamente imagen de la humanidad en reivindicación, una especificidad histórica de lo universal. En la Torah, este papel fue del pueblo hebreo, Israel. A partir del Evangelio, este pasaría a la Iglesia, cuyo desarrollo histórico, también presente en su tradición, le exige ser progresivamente más katholicá, es decir, participativa.

En paralelo, el budismo desde sus inicios no parece establecer una teoría de la Historia propia como hermenéutica soteriológica, sino una metodología, una ciencia de la autobservación detallada. Por supuesto, esto no sugiere que esta religión carezca de una narrativa sobre su desarrollo, evidente, por ejemplo, en la variedad de sus vehículos misioneros (theravada, mahayana y vajrayana), la amplitud de su predicación en casi toda Asia, su vínculo con grandes civilizaciones y expresiones estéticas, su sincretismo con cultos animistas o politeístas locales y la casi certeza de que su fundador fue, además de mito, también una figura histórica.

A diferencia de Cristo, el Buda no es un dios o un enviado. Es, en primer lugar, la naturaleza inadvertida de todos los seres sensibles, universalmente transitorios, pero capaces de desapegarse. Un concepto del despertar cercano a la teología negativa o apofática, que sólo capacita mostrar lo que el universo no es, restallando en la contemplación. En segundo lugar, se trata, no obstante, de Siddhārtha Gautama o Sakyamuni, el Maestro histórico que realizó y enseñó las bases mínimas de la metodología budista hace cerca de dos mil quinientos años.

Esta tiene por fundamentales las llamadas "cuatro nobles verdades", a saber:

1. La conciencia desaparece y resurge cambiada de instante a instante. El sufrimiento, dukkha, se recrea en el nacimiento, la vejez, la enfermedad y la muerte, la unión con lo que es desagradable y la separación de lo que es agradable. El mundo, tal y como hablamos de nuestra experiencia, es sufrimiento.

2. La fuente del sufrimiento no es otro que la avidez, tanha, aquello que recicla una y otra vez su existencia. Desear el placer, desear ser o desear la exterminación conducen por igual al sufrimiento, porque desear algo implica, o el dolor de no conseguirlo, o el dolor de perderlo inevitablemente a causa de su impermanencia.

3. La cesación del sufrimiento exige desapegarse de todo aquello que se quiera o anhele y no pueda aceptarse como transitorio. La renuncia a la sed tanto de existir como de no existir, el miedo a la vida y a la muerte, cíclico para los budistas.

4. Esto se consigue cultivando el óctuple sendero de Buda: perspectiva correcta, intención apropiada, palabras correctas, actuar apropiado, correcto modo de subsistencia, esfuerzo apropiado, atención correcta, concentración apropiada.

Finalmente, el cristianismo supone una dualidad entre el mundo y el ser humano, por un lado, y Dios por otra, siendo este último incausado y causa primera de los otros dos. Hace una afirmación de la materialidad del universo, a la que concede un inicio, una realidad diferenciada y una relación con el espíritu. Realza el personalismo, tanto de la Divinidad como de los sujetos. Su sentido salvífico supone entregarse a la Gracia para recibir y compartir vida eterna, excluyéndose en el Hades todos aquellos que se aferren a la enfermedad del pecado; las definiciones del Paraíso y el Infierno. Es también una religión sacramental, que actúa en general con medios simbólicos fuertemente exotéricos, es decir, con agentes externos tanto visibles como no visibles.

En contraste, el budismo predica la doctrina del anatman o que nada es en sí mismo. Se podría decir que es monista o acosmista, que no es lo mismo que sostener que el universo o el yo sean irreales, como mucha gente supone. Más bien, no son lo que parecen ser; tampoco la dualidad entre las cosas es falsa, sino siempre carente de realidad propia. Uno más que ser, hace, continua por factualidad o karma, se “está” en sentido circunstancial. No hay una causa primera o un universo sin causa: la vida es intra e intercausal. Esto sería lo que se entiende por reencarnación o reexistencia. Y si bien el budismo supone una religión que predica la salvación de todos los seres sensibles, exige graduación, mayor iniciación metódica o esotérica.


Alejandro Massa Varela (1989) es poeta, ensayista y dramaturgo, además de historiador por formación. Entre sus obras se encuentra el libro El Ser Creado o Ejercicios sobre mística y hedonismo (Plaza y Valdés), prologado por el filósofo Mauricio Beuchot; el poemario El Aroma del dardo o Poemas para un shunga de la fantasía (Ediciones Camelot) y las obras de teatro Bastedad o ¿Quién llegó a devorar a Jacob? (2015) y El cuerpo del Sol o Diálogo para enamorar al Infierno (2018). Su poesía ha sido reconocida con varios premios en México, España, Uruguay y Finlandia. Actualmente se desempeña como director de la Asociación de Estudios Revolución y Serenidad.


Canal de YouTube del autor: Asociación de Estudios Revolución y Serenidad


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Imagen de portada: Escultura de Buda Daibutsu (Kamakura, Japón) y La Ascención (Gebhard Fugel, ca. 1893; detalle)