Breve defensa del ghosting (o la herida inevitable de la ausencia)
Filosofía
Por: Juan Pablo Carrillo Hernández - 10/26/2022
Por: Juan Pablo Carrillo Hernández - 10/26/2022
L’amoureux qui n’oublie pas quelquefois, meurt par excès, fatigue et tension de mémoire.
Roland Barthes, Fragments d’un discours amoureux ("L'absent")
La ausencia duele, qué duda cabe. Y de verdad, tomando esta frase hecha a la letra, ¿qué duda cabe en esa afirmación? La ausencia duele, mortifica, hiere. De hecho, es, después del nacimiento, inmediata y dolorosamente después, una herida originaria. La herida que se presenta –o mejor dicho, ocurre, porque decir “se presenta” referido a la ausencia, ¿no es paradójico? Que una ausencia se haga presente… ¿estamos preparados para una paradoja así al inicio del texto?– apenas ponemos la piel en este mundo y respiramos su aire. Antes, en el paraíso primordial del vientre materno, todo era uno y lo mismo, comunión absoluta con el universo. Pero nacemos y luego de experimentar el sufrimiento de la expulsión del paraíso, la cicatriz de la amputación del primer y último vínculo que nos unía a él (el cordón umbilical) y el primer golpe del aire en este mundo –tan enrarecido, tan ajeno, tan vital–, la siguiente gran herida, por si estas no fueran suficientes, es la herida de la ausencia, porque nadie nunca puede estar como estaba esa presencia omnipresente de la cual fuimos separados. Nadie nunca, en ninguna circunstancia. Ni física, ni corporal, ni anímica, ni mental, ni espiritualmente, ni bajo ninguna forma. De ningún modo. Nadie puede estar así, todo el tiempo, con toda su presencia, absolutamente. Nadie. Es inhumano y es inhumano también pedir que sea así. Pero cuesta trabajo entenderlo. Algunos –acaso no todos, acaso no siempre– buscamos al menos en principio y sin darnos cuenta del todo, regresar a esa unidad primigenia, esa unión con el absoluto. Ese estado en el que no había diferencia entre Tú y Yo, fundamentalmente porque en ese universo todo era Yo. Yo, esa presencia que lo abarcaba todo. Ese manto que se tendía sobre el mundo para cubrirlo por completo, hasta la saciedad, hasta poder decir: todo esto soy yo, todo esto es mío, todo lo que cubra mi percepción es yo mismo. Y más aún: sin nada que se interpusiera entre yo y lo demás. Todo yo, todo mío, todo soy. Lo percibo al mismo tiempo que lo engullo. Lo siento, lo cubro, lo incorporo, lo asimilo, lo trago. El mundo me pertenece más que ser yo quien pertenece al mundo. El mundo comienza conmigo y conmigo finaliza. Soy su alfa y su omega. Soy el origen y el confín y el último de sus horizontes, que de hecho regresa a mí mismo, en una esfera perfecta. El mundo soy yo, en primera y en última instancia. Hasta que el hechizo se rompe y el mundo, complejo y caótico como es en realidad, se quiebra. El reflejo aparentemente límpido que había entre él y yo estalla en miles, millones, incontables fragmentos. El mundo deja de parecer estar hecho a mi imagen y semejanza y menos aún a mi medida. Dejo de poder moverme a mis anchas entre esos que creía sus límites (o mejor dicho: la inexistencia de ellos). El mundo se revela como fue desde el inicio: otro. De una vez y para siempre. Un otro que se me resiste, que me desafía y me confronta. Un otro que por fin se ha quitado la máscara de la identificación y el reflejo y se muestra tal cual es: ajeno, adusto, adverso… distinto. Un otro que frunce el ceño, que se muestra indiferente, que me ve de costado o de reojo. Un otro que no es lo que yo pensaba, lo que yo creía, lo que yo esperaba que fuera. Un otro ignorante de mis deseos. Ni indiferente ni opuesto: simplemente ignorante. No es sólo que el otro no esté obligado bajo ninguna circunstancia a conocerlos, sino que, llanamente, por principio los ignora. Pero además, ¿cómo podría conocerlos? Si el otro está dividido en tantos, incontables pedazos, ¿cómo podría? Si el otro, después de la unidad del vientre materno y la atención insomne de los primeros cuidadores, no existe más que fragmentado, dividido, repartido, ¿cómo podría llegar al conocimiento de ese deseo? Quizá por eso la ausencia, aun con ser una herida, es inevitable. Un desencanto y una decepción que no pueden no ocurrir, uno después de otro a lo largo de la vida. Son parte de ese enigma colectivo que llamamos existencia. Tan vital como respirar, comer y defecar. La unidad se rompe en el primer instante de nuestra vida en este mundo y a partir de ese momento empezamos a conocer la herida de la ausencia. El no-está-ahí, el se-fue, el además-de. El descubrimiento de que el otro es a su propia manera y tiene su propio deseo. Y entonces lloramos, manoteamos, nos falta la respiración y sentimos que el vacío se abre bajo nuestros pies con profundidad suficiente para tragarnos y hundirnos en la nada, en el vacío, en la no-vida. El otro, que nos sostenía y nos cuidaba y nos mantenía con vida, se va y el mundo parece irse con él, parece derrumbarse y desaparecer. Con nuestros berridos y nuestras pataletas hacemos ahora todo lo posible por detener o al menos aplazar la ruina y la aniquilación. Y quizá no nos damos cuenta, pero ahí hicimos algo. La ausencia nos llevó a actuar. Inauguramos la escena del lenguaje (Barthes) y pusimos en marcha el impulso de la civilización. El otro se ausenta y en su lugar, para buscarlo primero y suplantarlo después, abrimos espacio para la angustia y la desesperación, pero también para el ingenio y la creatividad. Lloramos y sentimos morir, pero también, en un instante de lucidez, inventamos y creamos. Encontramos la manera de sostener esa angustia, de moverla hacia otro objeto. Surgen los juegos, las fantasías, la curiosidad, la investigación, el entretenimiento. La ausencia del otro nos lleva a imaginar, a garabatear, a crear escenarios y personajes, historias, enigmas. El otro no está y, para no morir de pesar, para no languidecer (en el uso más romántico del término), surge desde nuestro ánimo más profundo por vivir un paliativo para su ausencia. Alguna manera de estar aquí mientras el otro no está. Una salida a ese laberinto neurótico en que veces se convierte, en dolorosa metamorfosis, la ausencia del otro. Pues la falta no puede llenarse ni desaparecer, pero sí acompañarse, sostenerse. Eso que nos falta no hay nada en el mundo que lo colme por completo, ni siquiera el otro en sus incontables, inconmensurables fragmentos. Ni aun cuando se pudieran volver a unir todas las piezas en las que el otro se rompió a partir de nuestra llegada al mundo, ni siquiera si eso fuera posible, se colmaría nuestra falta. Tan insaciable y tan humana es. Pero, paradójicamente, la ausencia del otro conduce, si no a colmarla, sí a sostenerla y a acompañarla, a vivirla de otra manera, más cercana y más conocida. El otro, con su ausencia, nos lleva a conocer tanto nuestra falta como su contraparte: nuestro deseo, las dos caras de esa misma efigie que es nuestro ser.
De ahí que la condena de la ausencia sea en buena medida un reclamo infantil. Un capricho o un berrinche. Un reclamo para que el otro esté siempre aquí, siempre, absolutamente. Es también una carencia de creatividad y de ingenio. Un creer que el otro, con su presencia, sostendrá todo aquello que yo soy y especialmente todo esto que necesito. Todo. Mis intereses, mis preguntas, mis búsquedas, mis necesidades. Todo aquello donde puede estar mi deseo. Todo. Creer que el otro, con su presencia, puede sostenerlo y, peor aún, satisfacerlo. Y ¡ay si no puede! Ay del otro que muestre su fragilidad, sus grietas, su incompletud, su deseo, su ser distinto al ser que yo suponía. Ay del otro que no pueda estar a la altura de mis demandas y mis necesidades. Ay del otro que sea humano, demasiado humano, como para ausentarse, cansarse, ocuparse en algo más, aburrirse, renunciar, faltar. Ay del otro que se revela como ser –¡ay, también!– en falta. Ay del otro que deja de responder, que ya no llama, que parece que se lo tragó la tierra o se dejó tragar (esa misma tierra que tanto temía que me tragara a mí en su ominosa e inerte oscuridad). Ay del otro que se ausenta y me obliga a mí a tener que hacer algo frente a esa ausencia y con esta ausencia (hacer algo con esta falta). Hacer por mi cuenta. Hacer con lo que tengo y con lo que no, con lo que puedo y con lo que no. Ay del otro que se va sin decir nada y me deja aquí, en el desamparo del mí-mismo, en la soledad insospechadamente fructífera del qué-hacer-si-tú-no-estás, el vacío temible del tengo que ingeniármelas para sobrevivir y salir al paso en este mundo donde a veces estás, a veces no, este mundo donde puedes no estar, de un momento a otro y sin razón aparente y sin que tengas que explicar tu ausencia. Este mundo en el que sin embargo tengo que seguir o quiero seguir o simplemente sigo, porque sí y porque soy, a veces por inercia y obligación y a veces por deseo, porque la vida oscila entre varios y muchos puntos mientras transcurre, seguir y estar, contigo por momentos, cuando estás, pero también sin ti, cuando te ausentas.