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De Lao-Tse a Buda a Rousseau y hasta Nietzsche, grandes pensadores han concluido que la felicidad es el estado natural del ser humano

En Así habló Zaratustra Nietzsche, en una especie de veta profética, pone en boca de los últimos hombres la frase "hemos inventado la felicidad". Estos son los hombres que para Nietzsche no se atreven a liberarse de la vieja moral de esclavo y buscan el confort, una forma de entretenimiento que les evite enfrentarse con su propia naturaleza. Hay diferentes maneras de leer esta frase de Nietzsche. Una de ellas sugiere que la felicidad no es lo importante, lo importante es la experiencia estética de la vida o abrazar el propio sentido trágico existencial, el amor al destino, no obstante que éste no sea placentero. Otra forma es que esta felicidad es una distracción, una invención del hombre (o del poder) moderno para seguir controlando a las masas. En todo caso, resulta que esta búsqueda de la felicidad y del placer es un engaño, un despropósito de la auténtica vida filosófica.

Nietzsche ciertamente fue un feroz crítico de las religiones, particularmente del cristianismo pero también del budismo, sin embargo, eso no quita que su filosofía en algunos sentidos se acerque al budismo (especialmente cuando se entiende que existen "budismos" y que él mismo no conoció del todo bien los matices de esta religión). Nietzsche también negó la realidad absoluta del yo y criticó el pensamiento discursivo, conceptual o representacional, creyendo que éstos alejaban al ser humano de su instinto, de su espontaneidad o la expresión de su propia naturaleza. Esta expresión de la propia naturaleza -la voluntad- es lo que podemos llamar la auténtica felicidad para Nietzsche, calificando esta felicidad no como la mansa felicidad de la modernidad, ligada al hedonismo y la ausencia de dificultad en la existencia, sino como alegría, como una "gaya ciencia", en la que el ser humano es el sentido de la tierra, es como la extensión misma del todo. Estas ideas son perfectamente compatibles con algunas escuelas de filosofía budista, taoísta e hindú.

Especialmente para el budismo mahayana y vajrayana o para el tantrismo hindú y el taoísmo, eso que nosotros llamamos felicidad no es más que el estado natural de la mente, en su espontaneidad, en su no dualidad (no dividiendo la mente del cuerpo). Por ello se conoce en estas tradiciones al estado más alto, la iluminación o despertar, simplemente como el estado natural. El budismo enseña, por ejemplo, que las aflicciones no son el estado natural de la mente, son producto de la ignorancia, del error de una confusión que se pierde en el tiempo, pero que no es parte de la esencia de la mente. Esta confusión se refuerza y produce el estado del mundo condicionado al sufrimiento debido al apego. El apego a la idea de que la felicidad puede conseguirse obteniendo cosas externas o persiguiendo placeres sensoriales. Radicalmente, el budismo sostiene que el ser humano no necesita hacer nada para ser feliz, sólo necesita eliminar las obstrucciones que le impiden percibir el mundo como es, en otras palabras, ser quien realmente es, ser uno mismo (otra idea que la modernidad asociara con Nietzsche). Pero ser uno mismo es ser un Buda, un superhombre, pues el propio instinto, la propia naturaleza sin tapujos es la luz pura de la conciencia que acaso juega, como un niño, a manifestarse en la diversidad infinita del mundo. Ciertamente esta idea no es nietzscheana en todos sentidos, fundamentalmente puesto que el budismo sostiene que la naturaleza misma de la mente es la compasión, que una vez que se purifican las obstrucciones, o lo que es lo mismo, que se actúa sin conceptos y errores dualísticos, la actividad compasiva brota espontáneamente (y a veces con una compasión iracunda, terrible, capaz de destruir toda atadura con vehemencia, muy alejada de la moralidad de rebaño). La pureza y la verdad son compasión: el amor es la energía que permea el universo, el no-yo de la realidad que se extiende sin identificarse con algo en particular. Es sólo el egoísmo, el error fundamental de concebir el mundo como un otro separado y sustancial, lo que evita una especie de orgía dionisíaca de compasión, de unión entre los principios masculinos y femeninos del cosmos. Lo que el tantrismo llama un ganachakra o, también, un mandala divino.  

Al igual que Nietzsche, para quien el estado más alto es el del niño (en su tríada del camello,el león y el niño), tanto el taoísmo como el hinduismo y el cristianismo utilizan literalmente la noción de que el paraíso o el Tao o el Brahman se encuentra haciéndose como los niños, con un estado de inocencia de lado de la sabiduría. El practicante o el devoto debe eliminar las falsas pretensiones, los conceptos, los miedos y demás para fluir en el estado natural, sin juicios, la pura respuesta a la realidad. Aquello que distingue al niño es su capacidad de entregarse al juego con completa atención y su capacidad de no prejuzgar a las personas y a los eventos, pues no ha absorbido los conceptos sociales que determinan la realidad convencionalmente. En este sentido, el niño ve las cosas como son y las cosas en su naturaleza son divinas, según enseñan estas filosofías religiosas.

Ahora bien, todo esto nos puede parecer mera teoría filosófica y religiosa pero, sin invocar necesariamente la noción de una felicidad suprema, que trasciende el sufrimiento para siempre, sí podemos fácilmente notar que hay algo de verdad en la expresión la felicidad es el estado natural. Cualquier persona que pasa un tiempo en lo que llamamos "naturaleza", es decir, en un lugar más o menos libre de tecnología o de entretenimiento mediático, en el que puede entrar en contacto con animales o árboles o montañas o ríos, etc., suele reportar un cierto bienestar. Y este bienestar suele venir asociado con cosas como "respirar aire puro", "dejar de pensar", "contemplar la belleza" y demás. Asimismo, cualquier persona que haya pasado tiempo con otras personas que pasan mucho tiempo en la "naturaleza" y que viven vidas sencillas, sin demasiada influencia ajena (del "mundanal ruido"), suele notar que estas personas parecen tener un estado de humor positivo, una calma, una especie de alegría natural, incontaminada, espontánea, y en general son menos neuróticas. Quizá esto se deba a que lo que realmente es la felicidad tiene que ver con estar en el presente, con olvidarse del yo y de la rumiación autorreferente, incluso con cumplir un destino o una vocación, algo que se consigue meramente escuchando la propia naturaleza, siguiendo el ritmo del propio cuerpo y del mundo inmediato. Quizá muchos hemos dejado de escuchar ese ritmo, perdido esa voz, esa existencia fluida y sin determinaciones ajenas o presiones del pensamiento conceptual, pero eso no significa que no exista y que no podamos existir así, e incluso que sea la forma que menor esfuerzo requiere, justamente porque es la forma natural de ser. Esa forma auténtica del ser que se acerca en naturaleza indivisa, no conceptual, a la totalidad.