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Segunda entrega de la serie de cuentos situados en el transporte urbano de la Ciudad de México

Cástulo, el próximo 31 de octubre cumplirá 80 años, diagnosticado de cáncer en los huesos, después de un doloroso tratamiento de quimioterapia y radiaciones que le ayudaron a prolongar el sufrimiento físico. Estaba abandonado a su suerte. Casi sordo con un intenso y permanente zumbido en los oídos, con ocho dientes y una sola muela, con los meniscos desgastados y los divertículos inflados como chipotes de llanta; imploraba, suplicaba que alguien se apiadara de él y pusiera fin a su vida.

Pero Cástulo estaba solo. Enviudó hacía 20 años, cuando su esposa Adriana de 62 años, muy bonita de jovencita y que trabajó toda su vida de enfermera en un hospital para niños lisiados, murió atropellada por el metrobús cuando se dirigía a comprar las tortillas. Su única hija se fue a vivir al estado de California, en Estados Unidos, desde hace 40 años, huyendo de un hombre celoso que la amenazó de muerte. Cástulo ya estaba cansado y harto de hacer antesalas en los distintos hospitales del Seguro Social, para realizarse estudios y recibir medicamentos que a duras penas le aplacaban el dolor de huesos.

Esa tarde del 28 de octubre, un domingo lluvioso y contaminado, después de ver dos partidos de fútbol, decidió que no quería morir a solas en su pequeño departamento de la colonia Santa María la Ribera, era más pobre que una rata de albañal, vivía de la paupérrima pensión que recibió a los 65 años, después de 40 años de conducir un camión de refrescos de la Pepsi Cola. El gobierno de la ciudad de México le otorgó el privilegio de viajar gratis en el metrobús, al que tenían derecho todos los adultos mayores de 73 años, el camión que recorría de cabo a rabo la avenida Insurgentes. O sea, de la salida a Pachuca hasta la salida a Cuernavaca, que transportaba en racimos a miles de seres humanos todos los días, apretujados como en una lata de sardinas, en un recorrido de más de 20 kilómetros.

Cástulo, que no utilizaba ese transporte, no olvidaba que apachurró a su esposa, toda vez que a su edad casi no salía de su casa, que no fuera al súper, que estaba cruzando la avenida Insurgentes, a comprar algo de comer y tomar un taxi para ir a la clínica del Seguro Social, decidió que todas las noches, a las 10 abordaría el metrobús en la estación Chopo, a escasas tres cuadras de su casa, que para él eran larguísimas, hasta la estación Perisur y de regreso al Chopo.

Si nadie lo pelaba, si a nadie le importaba su existencia, él se proporcionaría una actividad para que todos, por lo pronto los pasajeros del metrobús, se enterarán de que Cástulo Castaños estaba vivo, aunque no fuera por mucho tiempo, y quería que el mundo lo supiera.

Preparó su avena, que le impuso su esposa como dieta, su café, embarró de mantequilla y mermelada la concha de vainilla y se sentó en su sillón reposet, tomó el control remoto de la televisión, sintonizó el canal que todos los domingos en la noche proyectaba el programa de Armando Manzanero y sus invitados, cantaban canciones románticas que Cástulo se sabía de memoria y las cantaba al unísono acompañando al músico de Yucatán. Como siempre se quedó dormido ante el televisor, soñando con su esposa Adriana y su hija Gertrudis.

El lunes 29 de octubre amaneció fresco, pero sin hacer frío, Cástulo se percató que el pañal estaba seco, circunstancia que le dio gusto, casi siempre se orinaba durante la noche y amanecía aterido de frio. Se metió a la regadera y el agua caliente le reconfortó el cuerpo, sintió una agradable sensación hasta la médula espinal, acosada por un cáncer que iba minando el esqueleto. Cuando terminó de bañarse se pasó la toalla y miró en el espejo su escuálida figura, se empujó la camiseta y se subió los calzones, se sentó en la tasa del excusado para meterse los calcetines, salió del baño y en su cuarto se puso la camisa, los luyidos pantalones negros, se calzó los zapatos de suela de hule, se fue a la cocina a calentar café y frijoles. En la pequeña mesa de formica puso la taza y el plato, prendió el radio para escuchar las noticias mañaneras en voz de Carmen Aristegui. Hacía más de 30 años que la seguía fervientemente. Desayunó ayudado de un bolillo y una salsa roja de chile de árbol. Acabó de tomar sus sagrados alimentos, llevó los platos al fregadero y se dispuso a lavarlos con disciplina espartana. Se secó las manos y regresó a su salita para seguir escuchando la radio. Cuando acabó Aristegui de dar una relación de la realidad, tomó su bastón para dirigirse al puesto de periódico de la esquina para comprar La Jornada. El periodiquero lo saludó respetuosamente con un “don Castulito”, entregó el periódico en su mano a cambio de una moneda de 10 pesos. Regresó a su departamento y se sirvió más café en su taza y repasó  con un vistazo la primera plana: el Popocatépetl estaba aventando grandes fumarolas. Ese día no le tocaba ir a la clínica, a la consulta de seguimiento al cáncer en Oncología, en avenida Cuauhtémoc. Se leyó el periódico de principio a fin, y sucumbió al sueño.

Despertó a las 6 de la tarde, le urgía beberse un té de manzanilla y devorar un plátano. A pesar de su edad, sentía cierto nerviosismo sólo de pensar que saldría a las 10 de la noche, a viajar en el metrobús. Era un nerviosismo proactivo. Por un impulso desconocido en él, estimó importante vestirse elegantemente para su “cita” con el metrobús. Así que se puso  uno de los dos trajes que tenía en su guardarropa, se anudó una corbata roja, desempolvó un sombrero viejo y agarró el bastón de madera que le regaló su padre. Parecía que asistiría a una fiesta o a un evento muy importante, como cuando le dieron la medalla de oro por manejar 40 años el camión.

Salió a la calle, soplaba un viento agradable, caminó con parsimonia, don Cástulo el elegante. Cruzó avenida Insurgentes, pasito a pasito, cuando se prendió el semáforo de avanzar, llegó al camellón en donde se construyó la plataforma de la estación Chopo del metrobús. En el torniquete se detuvo frente al policía vigilante, mostró su credencial de adulto mayor. El policía sonrió irónicamente, ni siquiera fue necesario mirar la credencial, ya que era más que evidente que cumplía con la edad requerida para utilizar gratis el metrobús. Ingresó al andén y observó en una de las paredes un plano del recorrido de norte a sur; ubicó la estación Perisur y decidió que haría su viaje hasta esa estación.

El camión avisó su llegada con un claxonazo agudo, abrió sus puertas eléctricas sonando la alarma que advertía que en 30 segundos se volverían a cerrar. Fue tan rápido el movimiento que Cástulo dudó y no logró subirse al autobús. Se quedó paralizado sin saber qué hacer. Recurrió al policía para solicitarle su apoyo, éste le dijo que no podía abandonar su puesto de trabajo. Regresó a esperar el siguiente. Volvió a escuchar el cláaon agudo, se asomó y lo vio venir como a 20 metros. Le dio miedo mirar al vacío, se mantuvo inmóvil. Arribó el armatoste de fierro, abrió la puerta eléctrica sonando la alarma, como no había pasajeros que descendieran, Cástulo tomó valor y avanzó la pierna derecha para montar al camión; debido a su lentitud, no alcanzó a meter el cuerpo y prefirió recular y quedarse en el andén. Estuvo a punto de emprender la retirada y desistir de la aventura… cuando se aproximaba el siguiente camión, el policía le tomó del brazo, se abrió la puerta del metrobús, y lo ayudó a entrar antes que se cerrara la puerta.

A esa hora, las 10 de la noche, el camión estaba semivacío, así que Cástulo eligió el asiento trasero cercano a la ventana, se sentó y se fijó en una pequeña pantalla de televisión que proyectaba a un grupo de mujeres bailando sensualmente un reguetón. Cástulo conocía la ciudad con los ojos cerrados, después de 40 años de manejar un camión de repartición de refrescos. Cuando el camión se detuvo en la estación de la Reforma, ingresó una bella mujer joven que lucía un vestido vaporoso, casi transparente que permitía apreciar las bellas formas corporales. Se sentó a un lado de Cástulo, manifestaba un gran nerviosismo, al voltear a todas partes. Cuando el autobús se detuvo en la estación Nuevo león, la muchacha se levantó de su asiento y se dirigió a la puerta, parecía que iba a descender, pero se arrepintió y regresó a su asiento. Cástulo miraba intrigado los gestos de ella. Inesperadamente la chava empezó a llorar, tomó un pañuelo de su bolsa y se lo llevó a la cara, avergonzada de que la observara, Cástulo volteó la cara hacia la ventana. Sin embargo, la muchacha siguió llorando durante todo el recorrido hasta la estación Doctor Gálvez, por el rumbo de San Ángel, donde descendió. Fue inevitable que Cástulo volteara a ver a la chava que se quedó parada en el andén. Se cerraron las puertas y continuó su recorrido, Cástulo, sin entender la situación, fue presa de una profunda tristeza. Cuando el metrobús arribó a la estación Perisur, descendió apurado por el ímpetu de la puerta. Casi de inmediato arribó el armatoste en sentido contrario, se subió y se sentó, permaneció absorto en el viaje de regreso, con la imagen de la bella señorita llorando. Regresó a la estación Chopo, se bajó ya cerca de las 12 de la noche y paso a pasito llegó a su departamento. Buscó un cuaderno y un lápiz, e hizo algo que en sus 79 años nunca había hecho: escribió un poema:

Muchacha triste

Tus lágrimas limpian

Las penas del mundo.

No sé quién eres

Pero te quiero

No llores, no vale la pena

Tienes debajo de esas lágrimas

Los ojos más bellos que he visto.

Yo creo que te llamas “Dolores”

Porque eres la más adolorida de las mujeres.

En la noche del día siguiente, Cástulo fue a cumplir su cita con el destino. Abordó el metrobús en el Chopo, el policía volvió a ayudarlo a trepar al camión. A esa hora iba lleno el camión, un joven le cedió el asiento, Cástulo estaba ilusionado de volver a ver a la muchacha, su “Dolores”. Pero no pasaron más de 5 minutos para que se quedara profundamente dormido. Fue hasta que el metrobús llegó a la estación final, El Caminero, que los gritos del chofer lo despertaron. Totalmente confundido y desorientado se quedó parado en el andén, un policía se le acercó y le indicó que tenía que tomar al autobús de regreso. Lo obedeció al pie de la letra. Todo el trayecto anheló ver a la chava, pero nunca apareció. Ya en su departamento, algo deprimido y abatido se acomodó en el sillón a ver la tele y se quedó dormido.

La siguiente noche regreso Cástulo al metrobús, con la esperanza de ver a la joven mujer. Se sentó en la última sección, era el único pasajero. En la estación Insurgentes, se abrió la puerta e ingresó la muchacha con su vestido vaporoso, con un gran escote que dejaba entrever sus pechos portentosos y sus piernas apolíneas, volteó a ver a Cástulo, le regaló una sonrisa y se sentó en el asiento de enfrente. En la estación Poliforum, se subió un muchacho con el pelo agarrado en cola de caballo, la chava se levantó y le dió un abrazo y un beso en la boca, se inició el ritual del sabroseo. La sentó en sus piernas, le subió el vestido hasta la cintura, Cástulo disimuló que no estaba atestiguando la escena, pero la estaba gozando, la muchacha no se puso la pantaleta, para facilitar el coito fugaz. El metrobús llegó a la estación Nápoles, dos señoras entraron e interrumpieron el frenesí juvenil. La chavita ¿Dolores? vió fijamente a Cástulo y le regaló otra sonrisa. El camión llegó a la estación Parque Hundido y los jóvenes amorosos se bajaron. En el andén la muchacha con la mano derecha se despidió de Cástulo. Éste completó el recorrido nocturno y regresó a su departamento, complacido y la verdad, algo celoso. Tomó el cuaderno y escribió: Dolores, eres mi felicidad. Te amo.

El 31 de octubre Cástulo cumplió 80 años, se despertó ansioso, fue a la esquina a comprar el periódico, y le comunicó al periodiquero que cumplía 80 años. Por respeto a su vejez no lo abrazó, pero le estrechó la mano y lo felicitó, regalándole un clavel. Fue a la tienda y compró una Coca-Cola. Pasó al puesto de tamales y compró uno de rajas y otro de mole, regresó al departamento a desayunar. Sintonizó el noticiero de Carmen Aristegui, mientras ingería los alimentos.

Intuía que ese día volvería a ver a la muchacha, a su “Dolores”, sería su regalo de cumpleaños. Después del desayuno tomó una siesta que se prolongó hasta muy tarde. Cuando despertó, vio la hora y se preparó para salir a su recorrido nocturno. Se vistió de traje, tomó el sombrero y el bastón. Paso a pasito se encaminó a la estación Chopo del metrobús. Ya sin la ayuda del policía abordó el camión. Como de costumbre se sentó en la parte trasera de la sección del armatoste. En la estación Insurgentes, como caída del cielo, subió la bella muchacha, que lo observó y le guiñó un ojo. Se sentó en un asiento cercano a la puerta. Esa noche, vestía con pantalón de mezclilla y chamarra de cuero negra, en la estación Poliforum entró el muchacho de la cola de caballo. Como imanes se abrazaron y se fundieron en un beso pasional. Se sentaron y siguieron con el sabroseo. Cástulo observaba divertido y percibía el cuchicheo de los jóvenes amantes, cuando el metrobús arribó a la estación Colonia del Valle, se abrieron las puertas eléctricas y entró un hombre de unos 40 años, con un semblante espantoso, furioso, se detuvo enfrente de la pareja amorosa y empezó a gritarles:

“¡Eres una puta, una hija de la chingada, traidora, infiel, puta de mierda, te voy a matar!”.

La pareja se abrazó, muy asustados, el sujeto sacó de la cintura de su pantalón una pistola calibre 38, les apuntó y siguió gritando: “¡Te vas a morir puta de mierda y tú también hijo de la chingada!”.

Cástulo, sin pensarlo se levantó de su asiento y se interpuso entre los jóvenes amantes y el sujeto, cuando de repente, apretó el gatillo y le disparó al pecho, al corazón de Cástulo, quien cayó al piso del metrobús, muerto inmediatamente, con una mancha de sangre en el saco y la camisa.

Cuando el camión llegó a la siguiente estación, Ciudad de los Deportes, el sujeto armado, el asesino, descendió rápido y salió corriendo por el andén hasta llegar a la salida de la estación, perdiéndose por una calle que cruzaba la avenida Insurgentes. A gritos la muchacha le pidió al chofer que acudiera al lugar del crimen. Este se paró de la cabina y llegó al lugar en el que quedó el cuerpo de Cástulo, al contemplar la terrible escena, salió al andén a pedirle al policía de la estación que acudiera pronto. La gente se fue acercando a ver lo que había pasado. Ahí yacía Cástulo el día en que cumplió 80 años, muerto de un balazo al corazón. El policía inició el interrogatorio a la pareja, como testigos del crimen: “¿Cómo se llama señorita?”, “Me llamo Dolores de la Reguera”.

FIN

 

Lee la primera parte: El parábus