La muerte en México tiene permiso. Los asesinatos son tan frecuentes que ya no conmueven a nadie; a lo mejor a los parientes de los difuntos. Acaba de suceder, ayer martes, en un microbús de la ruta 05, Camarones-Normal de Maestros, la siniestra historia que voy a relatar:
Cuando Manuel Camacholtzin era Regente del Distrito Federal, por allá de los años 90, se decidió cancelar la concesión al transporte público a la empresa paraestatal llamada Ruta 100; por ser anacrónica y contaminante, se resolvió dar una nueva concesión a conductores particulares. Para esto el señor Camacholtzin, sin licitación de por medio, asignó a la empresa automotriz General Motors para ser la fabricante de estos pequeños camiones y se hizo un gran negocio doble: primero el dinero que se embolsaron las agencias automotrices que vendieron los microbuses y segundo los bancos que otorgaron los créditos onerosos embaucando a los transportistas para pagarlos a largo plazo. Han transcurrido 30 años y siguen pagando los créditos y las unidades son chatarra rodante y muy peligrosas, tanto por las condiciones mecánicas de los vehículos, como por lo que sucede en su interior.
Ese martes, como a las 12 horas del mediodía, el microbús salió de su base ubicada en la estación del metro El Rosario, un día caluroso, asoleado, sin nubes en el cielo despejado. El chofer de la unidad era el señor Rogelio Godínez, alias el “Gori” Godínez. A los 10 años de edad ya pesaba 70 kilos. Su prematura obesidad era directamente proporcional a su voracidad gastronómica, todos los días ingería 2 litros de coca cola y 2 kilos de comida, que bien pudiera ser 1 kilo de carnitas y 1 kilo de tortillas, además de papas fritas y donas de chocolate.
El “Gori”, ahora de 30 años de edad, nunca había podido tener novia y sólo había tenido relaciones sexuales con las prostitutas de la Merced, quienes le exigían permanecer bocarriba durante el coito. El trabajo de chofer era el único que podía desempeñar sin temor de sufrir un ataque cardíaco. Practicaba el canto a capella, acompañando en el radio a los reguetoneros del momento, o en sus ataques de nostalgia, a la Sonora Santanera. Ese martes habían abordado la unidad sólo dos pasajeros, una viejita de 80 años y una muchacha de 21 años. El microbús se enfiló por la avenida Camarones hacia la Normal de Maestros con el radio a todo volumen y los cantos, por cierto bien entonados, del “Gori” Godínez.
La viejita, que se llamaba Refugio Estrella, cariñosamente llamada doña Cuquita, ese día cumplió exactamente 80 años de larga vida. Sobrevivía vendiendo manteles, servilletas y gorros que ella misma tejía. Vivía con su nieta de 30 años a la que un gandul le trasmitió el virus del SIDA, claro, sin advertirle nada y huyendo para siempre de su vista. A pesar de los retrovirus que doña Cuquita penosamente compraba en la clínica para enfermos de VIH, el estado de salud de la nieta estaba muy mermado. Vivían en la unidad habitacional el Rosario, en Azcapotzalco, en un departamento que les heredó el difunto esposo de Cuquita. A diario tomaba el microbús en la estación Rosario del metro para dirigirse al mercado de San Cosme, donde vende sus mercancías. Como ya conocía al “Gori” Godínez, se sentaba cerca del asiento del chofer, con el que platicaba cuando dejaba de cantar.
También se subió al viejo y destartalado microbús una muchacha de nombre Bárbara Marín, estudiante de ingeniería en sistemas en la Universidad Autónoma Metropolitana plantel Azcapotzalco. Una mujer no muy bonita, pero con un cuerpo bien formado a base de practicar la gimnasia. Desde el primer semestre se hizo novia de un muchacho muy brillante que se llamaba Jonathan Rodríguez, que adolecía de la cualidad de la fidelidad. El lunes anterior a ese martes, Bárbara recibió en el teléfono celular un WhatsApp de Jonathan, en la noche, por medio del cual le confesaba que ya tenía otra novia, y que así era la vida, que lo perdonara. Esa noche Bárbara se sumió en una tristeza profunda. No se atrevió a contarles ni a su mamá ni a su hermana. Pensaba: “Eres lo único que tengo en el mundo, no me dejes, me voy a morir”. Desconsolada, lloró toda la noche hasta que amaneció y se arregló para ir a la universidad. Buscó inútilmente a Jonathan por toda la universidad y no lo encontró. Tenía urgencia de hablar con él, necesitaba una explicación. No era justo lo que le estaba haciendo. Desanimada, deprimida, desconsolada abordó el microbús, extrajo de su mochila el celular y ubicó el WhatsApp con el mensaje que le había enviado Jonathan, cerró los ojos y lloró y volvió a pensar: “Eres lo único que tengo en el mundo, no me dejes, me voy a morir”. El callejón sin salida del amor, el callejón sin salida de la separación. Así, con ese sentimiento, se quedó dormida, sin importar el bullicio de la calle, el escándalo de la radio del “Gori”, y no se percató cuando subieron dos jóvenes al microbús.
Jesús López y Andrés López, primos hermanos, conocidos por los apodos de “La Víbora” y “La Rata”, dos jóvenes flacos, sucios, vestían camisetas de la Santa Muerte, pants deportivos y tenis de marca, caros, el pelo rasurado a los lados y copete estilo mohicano. Abandonaron los estudios en la secundaria, se convirtieron en “ciudadanos” de las calles y pronto se dedicaron al hurto. Empezaron a matar por reacción ante el miedo y posteriormente por instinto a no ser encarcelados. La noche anterior, la peda estuvo dura, corrió el mezcal, las cheves, la mota y la coca. En la moto corretearon a dos chavas, que no pudieron alcanzar. Decepcionados, se fueron a la vivienda a ponerse hasta la madre, improvisando raps, se gastaron todo el varo que habían levantado haciendo trampa al dominó en la pulcata.
La Víbora se la pasó vomitándose y La Rata se orinó dormido en los pantalones. Se despertaron para ir por caguamas, pero ya no tenían dinero. No había de otra más que ir por una feria. La Rata se acomodó la fusca, 9 milímetros, en la cintura del pantalón; caminaron a la avenida Camarones y esperaron a que pasara el primer microbús. Le hicieron la parada y lo abordaron. La Rata sacó la 9 milímetros y les gritó a Cuquita y a Bárbara: “¡Mi gente, ya lo saben, chingaron a su madre!”. Al “Gori”, La Víbora le dijo: “Vete relajado, chofer. ¡Cámara putos, saquen sus celulares y carteras!”. Se fue sobre Bárbara, que se despertó asustada. “¡Orále pinche chava, afloja el celular!”. Bárbara se fijó en la pantalla del celular, estaba el terrible mensaje de Jonathan. La Víbora le arrebató el celular y le jaló la mochila. La Rata se dirigió al lugar dónde estaba sentada doña Cuquita, “¡A ver abuela, afloje la lana, de volada, pinches pránganas!”. La señora se aferró a la bolsa donde traía los manteles, las servilletas y los gorros. Bárbara reaccionó como una fiera cuando La Víbora le quitó el celular. Doña Cuquita se levantó para ayudar a Bárbara, y entonces La Rata les apuntó con la 9 milímetros. El chofer, haciendo un esfuerzo descomunal, se puso de pie y caminó a donde estaban forcejeando Cuquita y Bárbara con La Víbora, logró separarlos, empujando a La Víbora que cayó al piso del microbús. Entonces La Rata disparó sobre la espalda del “Gori”, dos veces, quien cayó de bruces; Bárbara no se pudo contener y se lanzó sobre La Rata, quien accionó el gatillo, pegándole un tiro en la cara, entre ceja y ceja. Cayó muerta inmediatamente. La Víbora se levantó y le ordenó a La Rata que le disparara a doña Cuquita: “¡Chíngatela, no nos vaya a acusar con la tira!”. La Rata estiró el brazo apuntándole al pecho, le disparó tres veces, atravesándole la bolsa de las mercancías y el corazón.
“¡Pélale cabrón!”, le dijo La Víbora. Descendieron del microbús, se echaron a correr, perdiéndose en la avenida Cuitláhuac.
En el microbús quedaron los cuerpos sin vida del “Gori”, de doña Cuquita y de Bárbara. En el radio se escuchaba a todo volumen: “I can’t get no satisfaction”, con la voz metálica de Mick Jagger.
FIN
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