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La verdadera razón por la que la “ansiedad” no está enfermando es por un error de traducción

Al menos en Occidente, todas las sociedades han padecido una enfermedad mental que ejerce el doble efecto de la preocupación y la fascinación. Un trastorno empieza a cundir, casi como epidemia, y los sujetos de determinada época temen que ellos también sean alcanzados por su sombra, pero también, en muchos casos, quisieran que así fuera. La melancolía del siglo XVII, la histeria del XIX, la depresión del XX. Cada uno de esos males fueron como síntomas que hablan de la sociedad donde surgieron, fueron producto de las relaciones entre los individuos, de la soledad de estos (o, por el contrario, de las posibilidades de vínculo entre sí), del ejercicio del poder, del surgimiento de nuevos saberes y mucho más.

En este sentido, la enfermedad mental del siglo XXI parece que tardó en madurar para hacerse visible pero, finalmente, tiene un nombre: ansiedad. Ahora por todos lados el fantasma de la ansiedad se aparece como un trastorno que padecen muchas personas pero quizá no tantas como en realidad son, pues como en otras épocas, aún ahora pervive la idea de que los males de la psique deben padecerse en secreto y quizá incluso que son algo de lo cual el sujeto debe avergonzarse.

Pero, como mucho de lo que pasa por la mente, aquello que a últimas fechas se ha dado en contener bajo el nombre de “ansiedad”, emerge. ¿Y qué esto? Conductas diversas de las que hasta hace tiempo se hablaba en separado o, en todo caso, agrupadas en una especie de cuadro clínico del que ahora sólo diremos que parece pasado de moda. Pensar mucho las cosas, tener miedo del futuro, cierta tendencia al catastrofismo, pensar más en suposiciones y expectativas que en hechos fácticos, etc.

En pocas palabras, la “ansiedad” puede mirarse como una “sobre marcha” de la mente, un vivir más mental que real, un exceso de pensamientos en detrimento de las acciones, lo cual, a su vez, deviene en otros síntomas como ataques de pánico, enfermedades psicosomáticas (pérdida de la voz, sarpullidos, parálisis parcial, etc.) y sufrimiento en general.

Imagen: Armando Bravo

En otra época, es posible que todo esto se hubiera tomado como un cuadro clásico de neurosis, quizá incluso de histeria. El sujeto neurótico típico, tal y como lo observamos en los casos de Sigmund Freud o, más asequiblemente, en las películas de Woody Allen. ¿Pero por qué no ahora? ¿Por qué ahora parecemos tan empeñados en que sea “ansiedad” eso que sentimos?

Para tener una respuesta, cabría apuntar hacia un comportamiento común en todo aquello que concierne a la psique humana. Muchos estamos educados para encajar y no para hacernos nuestro propio espacio. Se nos enseña a caer en una categoría y no tanto a darnos cuenta de que es mejor encontrar una definición propia de lo que somos. Además, en el caso de emociones dolorosas (tristeza, temor, sufrimiento, etc.), creemos que se trata de “enfermedades” que pueden ser curadas, para las cuales basta tomar una pastilla, un analgésico, que nos hará ya no sentirlas. En cierto sentido es más fácil decir que padecemos ansiedad o que tenemos depresión porque al hacerlo, eso nos exime de nuestra responsabilidad sobre nuestra propia vida y la entrega a alguien más de quien recibimos la definición de lo que padecemos, el tratamiento que debemos seguir, el destino que nos espera.

¿Pero no es esto irónico? Si consideramos una de las narrativas dominantes, aquella del "self-made man" que nos insta a hacer nuestro propio camino, la mayoría de nosotros se revolvería ante la idea de ceder a alguien más el control de nuestra vida, que otra persona tome las decisiones de lo que debemos pensar y hacer. Con todo, eso es lo que sucede, eso es lo que muchos hacemos, incluso con aquello que es más nuestro: nuestras emociones, nuestros pensamientos, nuestro dolor, nuestra subjetividad.

Imagen: Michael Dumontier & Neil Farber

En este punto, cabe mencionar el posible error de traducción al que se alude en el título. Entre otros lugares, la palabra “anxiety” se usó, más o menos famosamente, en un clásico de la crítica literaria reciente: The Anxiety of Influence: A Theory of Poetry, del estadounidense Harold Bloom. Quien esté familiarizado con la literatura y en especial con este libro o con la figura de Bloom, quizá sepa que la traducción del título y uno de los conceptos clave –anxiety– representó un desafío para los lectores en español. A primera vista, como parece que se ha hecho en la psicología y la psiquiatría contemporáneas, lo más lógico o natural parece ser entender anxiety como “ansiedad”, pero como saben bien los buenos traductores, traducir literalmente es la menos precisa de todas las traducciones posibles, en buena medida porque se ignora todo el contexto implícito en una palabra.

Así fue como para el libro de Bloom y sin duda en otros casos, anxiety se tradujo entonces como “angustia”, una palabra mucho más elocuente en español, también para el “trastorno mental” del que hemos estado hablando.

¿Qué cambiaría si a eso que llamamos “ansiedad” diéramos el nombre de “angustia”? De entrada, nos desmarcaríamos de un discurso que al mismo tiempo que impone un concepto, nos da el instructivo para manejarlo. Si dejamos de calificar como ansiedad lo que sentimos, quizá dejemos de querer encontrar su remedio en la decena de artículos que desfilan diariamente frente a nuestros ojos. Si comenzamos a llamar “angustia” a nuestro malestar (e incluso así, sencillamente, malestar), quizá entonces comencemos a darnos cuenta de que es algo propio, subjetivo, algo que nos habla de lo que somos y de la historia que nos trajo hasta ese momento en que surgió el ataque de pánico, o el pensamiento catastrófico o el temor de emprender algo nuevo.

Comenzar a llamar angustia a la ansiedad puede ser el primer paso para darnos cuenta de que si su origen se encuentra en lo que somos, su posible “remedio” también está ahí, en la historia que poco a poco, día a día y en muchas cosas sin darnos cuenta, formó nuestra psique. 

 

Imagen principal: zukellogs

Twitter del autor: @juanpablocahz

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