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Los grandes acontecimientos del mundo a veces parecen estar en contradicción con la vida cotidiana del individuo, ¿pero ello implica que renunciemos a nuestra posibilidad de estar en la Historia?

El 2 de agosto de 1914, Kafka escribió esto en su diario:

Hoy Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde fui a nadar.

Usualmente este apunte se ha leído como muestra del distanciamiento entre Kafka y todo aquello que no implicara literatura. A veces también se extiende esta condena moral para señalar la apatía generalizada de escritores hacia su realidad social y política, partiendo de la premisa un tanto falsa de que los intelectuales en general gozan de una posición privilegiada que, de alguna forma, los obliga a ser la conciencia de una sociedad y denunciar sus inequidades y sus faltas.

Por mi parte no quisiera ser tan severo. Si Kafka se interesaba o no por los sucesos de la Primera Guerra Mundial, no lo sé, y por lo mismo me parece un tanto aventurado hablar al respecto. Sé, eso sí, que estructural o culturalmente existe desde hace mucho una gran, gran distancia entre los sucesos del mundo y la vida cotidiana del individuo. Hay una desmesura obvia entre la decisión de entrar en guerra con un país y la decisión de pasar la tarde nadando. En cierto sentido son incomprensibles entre sí y, con todo, tienen un punto en común, en este caso un hombre de 31 años que consignó ambas en su cuaderno personal. Como en Paisaje con la caída de Ícaro, la pintura de Brueghel en la que de Ícaro no hay más que un par de piernas ahogándose, con cierta frecuencia los hechos que pasan a la Historia fueron en su momento poco más que “a splash quite unnoticed” (William Carlos Williams), una sacudida menor en el drama cotidiano de las personas comunes y corrientes.

Esa, sin embargo, no es la única lectura. De hecho esa es demasiado moral como para sostenerla y apoyarla. ¿Quién, en efecto, puede convertirse en censor de las conciencias ajenas y demandar un mayor compromiso político? Por supuesto que hay situaciones en que esto sería deseable, pero en general poco puede hacerse más allá de invitar y alentar. Kafka no tenía la belicosidad política de, digamos, Karl Kraus, pero quizá sin siquiera proponérselo, con El proceso y El castillo logró tanto como el infatigable editor de Die Fackel.

La otra interpretación de la quisiera hablar me lleva a mencionar a Octavio Paz. En 1975, con motivo del 25° aniversario de publicación de El laberinto de la soledad, el poeta y ensayista mexicano conversó con el profesor Claude Fell. Entre otros temas, Paz se refirió a la desventaja del francés frente al español con respecto al verbo être, que para nosotros es doble:

El español tiene una ventaja un poco desleal sobre el francés: tenemos estar y ser. «Estar en la historia» significa estar rodeado por las circunstancias históricas; «ser la historia» significa que uno mismo es las circunstancias históricas, que uno mismo es cambiante. Es decir, que el hombre no solamente es un objeto o un sujeto de la historia, sino que él mismo es la historia, él es los cambios.

Es cierto que a veces los grandes acontecimientos parecen sobrepasarnos. Cada uno de nosotros tiene que vivir su vida al mismo tiempo que, en otro plano, otros hechos se encadenan para resultar en los sucesos del mundo. Hechos que en casi todas las ocasiones se encuentran fuera de nuestra realidad inmediata, a veces incluso lejos, tanto que creeríamos que no nos conciernen, que esa no es nuestra página de la Historia.

Solo que olvidamos que también somos nosotros quienes hacemos la Historia. Delegar, omitir, ignorar, es renunciar a nuestra participación, a nuestro papel. Nosotros y nuestras acciones cotidianas, nuestras relaciones, nuestras exigencias, la forma en que nos organizamos y vivimos. Eso, pienso, es estar en la Historia.

 

Twitter del autor: @juanpablocahz

 

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