Enrique Morones es un activista en pro de los derechos de los migrantes mexicanos y latinoamericanos que trabaja para que los deportados no pierdan contacto con sus familiares al otro lado de la frontera con Estados Unidos. El periodista Roc Morin de Alternet se reunió con él en la línea fronteriza entre Tijuana y San Diego, donde participó en un ritual de domingo que, para muchos migrantes y sus familias, es la única oportunidad de verse y hablar, aunque no de tocarse.
La gente no puede darse la mano ni siquiera. Morones demuestra que a través de la malla metálica de 6m de alto sólo pueden saludarse haciendo pasar la punta de un dedo y rozándola con el otro, en el lado opuesto de la frontera. La línea divisoria entre México y Estados Unidos tiene más de 3 mil km de longitud, y un tercio de ella está limitada por paredes de este tipo.
La valla, o muro, se adentra 45m en las gélidas aguas del Pacífico, cuyas peligrosas corrientes no son más benévolas con los migrantes que los abrasadores desiertos o que la policía de inmigración.
Observar a los migrantes que no han podido abrazar a sus familias en ocasiones durante años nos muestra los efectos psicosociales que las políticas antimigratorias tienen a ambos lados de la frontera. No se trata aquí de buscar una solución política o económica al fenómeno de la movilidad geográfica, sino de entender que el costo social de esta frontera no puede ser medido apropiadamente por estas divisiones materiales.
Pero la voz no puede ser detenida por ninguna frontera, como demuestra el poeta Logan Phillips en “La viejita de Sonora”: