Uno de los más hondos placeres de mi abuelo era llevarnos, a quien quisiera acompañarlo, a caminar por el centro histórico y zambullirse durante horas en librerías de viejo, sobre todo en la calle Donceles. El recorrido era corto en distancia y largo en tiempo. Dada la frecuencia con que los visitaba yo pensaba que ya debía conocer todos los volúmenes de esas librerías. Casi una década después supe que cada uno de esos espacios es infinito. No hay vida suficiente para dominarlos. También iba a la colonia Roma o a Coyoacán a hacer lo mismo, pero el centro ejercía sobre él una irresistible fuerza de atracción que siempre quiso contagiar, sin mucho éxito. Cuando la salud aún le permitía hacer esos viajes yo era un adolescente que prefería hacer otras cosas que pasar horas esperándolo para ir a comer, más atraído por un tecolote de Sanborns que por un libro. Casi todos los miembros de la familia fuimos con él alguna vez, sin ganas de repetir el viaje. Por lo general iba solo.
En retrospectiva, ahora que no está, me hubiera gustado acompañarlo más. De las tres o cuatro veces que cedí ante sus constantes invitaciones hubo una que me dejó marcado. Fue en la Librería Selecta o en Bibliofilia, no recuerdo con exactitud, pero sé que fue en ese perímetro. Deambulando por el pasillo angosto, hurgando entre el polvo del pasado, un nombre en el lomo de un libro me llamó la atención por conocido: Albert Einstein. Entiendo poco de física y los números no son mi fuerte, sin embargo lo saqué del anaquel y lo hojeé superficialmente para ver si habría fórmulas matemáticas y teoremas relativos, para evitarlos. Para mi sorpresa era un libro en prosa a un costo bajísimo. Lo guardé para seguir andando, y estoy seguro que fue en ese viaje que encontré otro libro del que todavía me acuerdo: Aura.
Leí uno y olvidé el otro en un rincón hasta un par de años después, cuando, distraído, buscaba en qué entretenerme. Editado por Tusquets en Cuadernos ínfimos, una colección descontinuada, una foto en primer plano del físico alemán me veía desde un lugar remoto, y empecé. Las palabras del segundo párrafo resonaron con furia:
Pienso mil veces al día que mi vida externa e interna se basa en el trabajo de otros hombres, vivos o muertos. Siento que debo esforzarme por dar en la misma medida en que he recibido y sigo recibiendo. Me siento inclinado a la sobriedad, oprimido muchas veces por la impresión de necesitar el trabajo de los otros. Pues no me parece que las diferencias de clase puedan justificarse: en última instancia reposan en la fuerza. Y creo que una vida exterior modesta y sin pretensiones es buena para todos en cuerpo y alma.
Me pereció increíble que un científico hubiera escrito esas palabras, más dignas de un filósofo. Y es que Einstein, además de descubrir conceptos que abrirían un nuevo capítulo en la manera de comprender las leyes que rigen el universo, era un filósofo, y su filosofía se encuentra en "Mi visión del mundo" y los otros textos que componen el libro, un compilado de los artículos humanistas que publicó a lo largo de su vida.
Una de las más grandes aportaciones de Einstein, además de la teoría de la relatividad, fue comprobar la existencia de los fotones. Antes se creía que la luz estaba conformada por rayos u oleadas de energía, mientras que en realidad son oleadas de múltiples fotones. De ese descubrimiento se desprende la existencia del átomo y sus partes más pequeñas, lo que hoy se conoce como la teoría cuántica. Quantum: Einstein, Bohr, and the Great Debate About the Nature of Reality de Manjit Kumar es un libro extraordinario para quien pretenda adentrarse en el mundo de la física cuántica, en su historia y su evolución. Es una ciencia endiabladamente compleja. El libro deja la impresión de que nadie, ni los mismos físicos que han colaborado en su desarrollo, la comprende a cabalidad. Einstein murió sin estar de acuerdo con el principio de incertidumbre de Heiseberg, Schrödinger y Bohr, intentando descubrir la fórmula única que explique el universo, es decir, la unión de lo cuántico, lo más pequeño, con la relatividad, lo más grande. Stephen Hawking, entre otros, sigue con esa búsqueda.
Cuando estalló la primera guerra mundial vivía en Berlín, asqueado al ver a gran parte de sus colegas desarrollando armas para el ejército. Mientras el mundo peleaba él se aisló y continuó con sus experimentos. El antisemitismo previo a la segunda guerra lo llevó a Princeton, convertido en ciudadano norteamericano. En agosto de 1939 Einstein envió una carta al presidente Roosevelt para advertirle que los Nazis estaban desarrollando lo que más tarde se conocería como la bomba atómica. Roosevelt le prestó atención, y de ahí surgió el Manhattan Project, responsable del invento con mayor capacidad de destrucción en la historia del planeta. Einstein no participó de ninguna manera en ese proyecto, simplemente mandó esa carta, guiado por el fundado temor de que los Nazis lo lograran primero. Al caer las bombas Einstein sintió cierta responsabilidad, y, como lo muestra el libro que encontré en aquella librería, se abocó fervientemente a promover el desarme y el pacifismo. Le dio voz a su horror por el ejército y la lucha armada. "Qué cínicas, qué despreciables me parecen las guerras. ¡Antes dejarme cortar en pedazos que tomar parte en una acción tan vil!", escribió.
Tusquets reeditó el libro en la colección Fábula. Aquí las primeras páginas, las más valiosas del libro, capaces de acomodar a la mente más confundida en cuanto a los grandes problemas de la humanidad. Son una fuente de sabiduría, concisas y profundamente verdaderas.
Piensen que las cosas maravillosas que pueden aprender en las escuelas son el trabajo de muchas generaciones, que en todos los países de la tierra las lograron con mucho afán y mucha fatiga. Las ponemos en sus manos como herencia, para que las respeten, desarrollen y fielmente las entreguen a sus hijos. Así es como nosotros, los mortales, nos hacemos inmortales, transmitiendo el trabajo hecho por todos.
Cuando al final de su vida le falló la salud rehusó operaciones y tratamientos. Sintió que ya había hecho suficiente, y que era tiempo de morir si así lo dictaba el cuerpo. No creía en la vida más allá de la muerte. Creía, más bien, en la Vida eterna en un sentido universal, no individual. Murió a los 76 años, en 1955. “Para que sea eficaz el comportamiento ético de los hombres debe basarse en la compasión, la educación y en motivos sociales: no necesita de ninguna base religiosa”. Que se propague su visión del mundo.
Twitter del autor: @jpriveroll
Abril 2014