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Consideración sobre "El caballo de Turín"

Por: Koki Varela - 04/04/2014

Béla Tarr nos dejó en 2011 su testamento fílmico, una obra basada tangencialmente en la famosa anécdota de Nietzsche y el caballo de Turín. La película produjo admiración y somnolencia a partes iguales en su estreno en el festival de Berlín, donde fue galardonada con el premio de la crítica.

el caballo de Turín

No estoy seguro de que las palabras del invitado, que misteriosamente (vale decir, sin razón) aparece en casa de los protagonistas para soltarles una inmotivada perorata pertenezcan a Friedrich Nietzsche, pero no tengo la menor duda de que se inspiran en su pensamiento. Lo que no queda claro es el porqué de que este señor se desate en reflexiones metafísicas mientras se supone que sólo llegó ahí para pedir un poco de licor. No puedo dejar de encontrar hilarante esta situación, cuando sé que por el estilo y el tratamiento de la escena debería sentir solemnidad o incluso congoja. Me encuentro, supongo, en una contradicción como espectador. Y si a esto añado el que no encuentro una remota justificación al hecho de que este tipo suelte un discurso nietzscheano al que, suponemos, es el dueño del caballo que fue testigo del derrumbamiento final del genio alemán, entonces puedo confesar que mi desorientación es total.

 Béla Tarr parece ser un director al que las justificaciones y los porqués le traen sin cuidado. Bien, creo que no siempre los hechos se corresponden con causas claras, ni son comprensibles la mayoría de acciones humanas y acontecimientos cotidianos, y también que lo poético se rige por su propia y particular “lógica”, pero sí estoy seguro de que gratuidad y misterio suponen dos ámbitos bien diferenciados, al menos en el cine.

Utilizar caprichosamente a los personajes para ponerles en la boca discursos abigarrados siempre me ha parecido sospechoso. Cuando un director, presa de la megalomanía más irreprimible, se ve en la obligación de echar mano de este recurso, podemos estar seguros de que el personaje en cuestión no existe, y que más bien estamos ante una especie de alter ego del propio director, con lo que, desde mi punto de vista, la historia se vuelve impostada, vacía, pura y simple escenificación forzada de los pensamientos de su creador.

Puede que el cine necesite de algunos porqués, aunque estos sean indescifrables. El problema es cuando nos percatamos de que tampoco para el director existían, ni siquiera en su forma intuitiva o poética. Es el problema de las películas de tesis: tengo un tema, o más bien una reflexión, que me parece más o menos pertinente, entonces armo una estructura base que me sirva para trasladar esa reflexión a la pantalla, pero sin tener en cuenta si esa historia es necesaria, verosímil o mínimamente interesante. Me valgo para esto de todos los recursos que tengo a mi mano, me recreo de manera onanista en la belleza de las secuencias y, de vez en cuando, introduzco con calzador un discurso −esto ya denota de por sí la insuficiencia endémica de las imágenes− para explicitar sin ambages las líneas maestras de mi tesis o algún arrebato intelectual imposible de contener.

El espectador, ante este alarde de retórica cinematográfica sólo tiene dos opciones: o reconocer que no entendió nada y la película lo aburrió hasta la exasperación −con lo que se arriesga a ser tildado de poco intelectual o incluso de zopenco− o elogiar la belleza de cada plano, lo sublime del blanco y negro, y la profundidad y profusión intelectual del filme, dedicando los próximos días a aplicarse e la exégesis de la obra. 

Recordemos que Pasolini tuvo la decencia intelectual de titular a una película suya Teorema, con lo que difuminaba su estatuto como filme, ampliando su intención y evitando que como espectadores juzgásemos sólo la historia, en la que podríamos encontrar sin demasiado esfuerzo alguna que otra debilidad o aberración.

Aconsejaba Montaigne, allá por el mil quinientos y pico (y lo cito para demostrar que no soy un total zopenco), lo siguiente: “Desdeñad la elocuencia, que nos deja deseos de sí misma y no de las cosas”. Y me parece de gran actualidad, teniendo en cuenta que este tipo de cine se pierde en su propia belleza y recursos, olvidando lo que desde mi punto de vista es más importante: las cosas. Valga decir, el sentido, la claridad del contenido y su imbricación necesaria con la forma justa.

El exceso de retórica siempre revela un prurito de megalomanía; la belleza es hipertrofiada para soterrar el vacío; la excusa de lo poético permite y pervierte lo plúmbeo del ritmo, lo exasperante de la temática. Béla Tarr no está solo en este camino, Andrei Tarkovski se adelantó a muchos de sus ademanes. Ningún extremo es deseable.

(Pero esperen, creo que he entendido el filme: que Nietzsche se arrojara al cuello del caballo, sollozando como un niño, es un completo absurdo si tenemos en cuenta la vida miserable del dueño del animal, que hace que sea normal, incluso de justicia, que el hombre entre en cólera ante la indolencia del equino y hasta que lo azote con un látigo como medio para desahogar el furor ante la injusticia de su desdichada existencia. Desaparecido Nietzsche, el caballo tendrá que seguir arrastrando el pesado carruaje y su dueño soportando el peso de su miserable vida mientras olvida paulatinamente el altercado en Turín con el extraño y extravagante “espontáneo”. El animal que da nombre a la película es por tanto lo de menos, viene a decirnos Tarr, el delirio de Nietzsche un capricho, la vida continúa y es horrible. ¿Estoy en lo cierto?)