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La hipótesis planteada en algunos estudios recientes sobre la presunta homosexualidad reprimida de Franz Kafka nos permite preguntarnos sobre la manera en que sobrellevamos o intentamos resolver los conflictos de la existencia, las formas impuestas y que hacemos nuestras de dar cabida a esa zona subjetiva que siempre está presente.

En lo personal encontraba absolutamente indiferente desde el punto de vista de la moral que se buscara el placer con un hombre o con una mujer, y muy natural y muy humano que se buscara donde se pudiera encontrar.

Proust, Albertine disparue

En los últimos meses varios sitios y autores han reseñado o escrito a propósito de Franz Kafka: The Poet of Shame and Guilt, un breve estudio de Saul Friedländer que ha causado cierto revuelo porque, entre otras cosas, plantea que “los problemas que atormentaron a Kafka la mayor parte de su vida fueron de orden sexual”, más específicamente, la posibilidad de que el gran escritor checo haya sido un “homosexual reprimido”, según la denominación un tanto vulgar (en varios sentidos de la palabra) y simplona que con cierta frecuencia se repite, incluso coloquialmente, para calificar a hombres y mujeres que niegan algo que en términos más amplios, menos injustos para con el sujeto, podríamos llamar la elección de objeto, en razón de imposiciones sociales que se hacen personales, se adoptan como creencias con tal convencimiento que se termina por considerarlas incuestionables, inamovibles.

En junio Joseph Epstein escribió sobre el libro de Friedländer para The Atlantic y hace unas semanas el conocido novelista irlandés John Banville hizo lo propio en The New York Review of Books, añadiendo a su texto referencias de Kafka: The Decisive Years y Kafka: The Years of Insight, un par de tomos de una exhaustiva biografía emprendida por Reiner Stach.

Tanto Epstein como Banville parten de una de las características más kafkianas de Kafka: el hecho de que tanto individual como colectivamente tenemos de él una imagen legendaria, fantástica en algún sentido, no necesariamente “real” y en cuya construcción mucho tuvo que ver Kafka mismo. El hombre atormentado por la enfermedad, por las mujeres, por el padre y el peso de la familia sobre sus hombros, por su herencia judía y, en suma, por todos esos rostros y potencias de una fuerza mayor que por momentos parece tomar la forma del destino y la fatalidad y en otros se inclina más bien hacia la metáfora de la maquinaria despiadada, el mecanismo moderno par excellance desprovisto de rostro y propósito y sentido, el absurdo como titiritero supremo que se complace en la manipulación gratuita de la vida de los hombres. “Mi vida se ha atrofiado terriblemente, y no deja de atrofiarse”, dice una entrada de su diario de agosto de 1916 citada por Banville.

“Kafka sólo puede comunicarse con Kafka, y no siempre”, sentencia Roberto Calasso en K., probablemente una de las mejores exégesis escritas en torno a Kafka, y de algún modo esa es la síntesis de la imagen que culturalmente tenemos de Kafka. Un hombre y una obra signadas por la imposibilidad de la comunicación, un mensaje que parece profundo, casi místico, pero el cual, al escucharlo, al leerlo, deja al final cierto resabio y cierto gusto de banalidad, de insignificancia, un existencialista antes del existencialismo que hizo suya la obligación de intentar entender su propia vida, sin considerar que la empresa, en tanto imposible, descomunal, era también superflua —pero paradójicamente urgente.

Quizá por eso Joseph Epstein se atreve a afirmar que la literatura de Kafka está sobrevaluada. Dice el columnista sobre la pertinencia de considerar o no a Kafka un “gran escritor”:

[…] Henry James escribió en un ensayo sobre Turgenev que lo que queremos saber sobre un escritor es “cómo se sentía con respecto a la vida”. Kafka la encontraba insoportablemente complicada, totalmente desalentadora e infeliz en su mayor parte, y así la describió en sus ficciones. Esta no es, convengamos, la mejor actitud para un gran escritor. Los grandes escritores están impresionados por los misterios de la vida; pobre Franz Kafka, sólo estaba aplastado por ellos.

Pobre Epstein, podríamos decir también, ante conceptos tanto de literatura como de subjetividad tan empobrecidos, una perspectiva que parece acusar cierta ceguera ante las distintas formas de enfrentarse o sobrellevar esos “misterios de la vida”. Es posible que Kafka no ofrezca una visión de mundo positiva o alentadora que el colaborador de The Atlantic parece echar en falta, pero quizá sólo porque el mensaje de Kafka es otro, está situado en otro punto del espectro literario y subjetivo. Decir que Kafka estuvo “aplastado” (crushed) por dichos misterios parece excesivo si se considera que, a pesar de todo o a pesar de nada, el escritor fue capaz de escribir, capaz de mover esos conflictos hacia otro terreno, el de la escritura, que de algún modo también es otra forma de resolución. Quizá haya quien quisiera ver a Kafka recostado en el diván del psicoanalista (“Sin la creencia en Freud, las historias de Kafka pierden peso y autoridad”, sostiene Epstein, con ese recelo hacia el psicoanálisis tan propio de la intelligentsia estadounidense), pero tal vez sólo porque no se entiende que ese desentrañamiento de la subjetividad también puede pasar por otros caminos. Dicho crudamente: su pretendida homosexualidad reprimida pudo vencer parcialmente dicha represión —si de verdad fue el caso— por medio de otros recursos, el de la escritura en primer lugar.

En este sentido, John Banville es más clemente, acaso porque como escritor sabe del lazo profundo entre literatura y subjetividad, con esa certeza real por intransmisible pero incluso así susceptible de la metáfora, del tránsito hacia el terreno de lo simbólico. En algún momento de su ensayo el novelista cita un fragmento de una de las cartas a Milena en la que Kafka se dice sucio, “infinitamente sucio”, para después agregar que “nadie tiene la voz tan pura como aquellos que están en lo más hondo del infierno; lo que tomamos por canto de los ángeles es su canto”. No sin cierta ironía velada Banville concluye que “Kafka, en efecto, llevaba algunos oscuros problemas en lo profundo de sí”.

Con todo, el novelista se abstiene de juzgar esta “peculiaridad” —acaso porque, en cierta forma, nadie podría hacerlo: ¿quién, en efecto, podría arrogarse legítimamente dicha autoridad?— y, en contraste con Epstein, se limita a seguir los pretextos y las sugerencias biográficas que hacen pensar en el homoerotismo de Kafka (algo, por cierto, distinto a la homosexualidad). Salvo quizá el momento de su texto en el que con notable sensibilidad, pero también con sutileza, ubica estas presunciones sobre la subjetividad kafkiana —“su secrecía, su impulso hacia una ‘oscura lucidez’”— en el ámbito de sus “métodos de trabajo”, ese pasar a otra cosa que admite manifestaciones mucho menos hegemónicas que la visión estadounidense del move on, que privilegia sí la acción pero sólo formas específicas de esta, aquellas ligadas a un modo específico de producción y consumo.

Y quizá al final ese parece haber sido el propósito de este texto: enfrentar dos maneras más o menos conocidas y practicadas, aunque no claramente definidas, que aun ahora existen como alternativas para resolver nuestros conflictos personales, para descifrar los "misterios de la vida". Por un lado, como parece ser el caso de Epstein, la exigencia de una cultura que ante la tristeza, ante el duelo, ante el laberinto que levanta el propio sujeto con la propia simpleza de su existencia, lo único que atina a articular es un “move on”, el insistente imperativo del desplazamiento inmediato, sin mayor detenimiento ni reflexión ante lo sucedido y lo que sucede, la inaplazable reinserción en el mundo. Por otro, la posibilidad del examen, pero no en el sentido confesional, cristiano, que Foucault achacaba en su crítica al psicoanálisis, sino más bien en un sentido casi socrático, casi mayéutico, el “conócete a ti mismo”, una exploración tan libre de cuestionamientos como el mismo sujeto lo permita, el examen de las circunstancias, el entendimiento de las razones —a veces profundas, a veces superficiales— que encuentran su expresión únicamente a través de esa tristeza, de ese duelo, de esa represión, el ejercicio de ubicar y colocar, de situar y otorgar un lugar a eso que se encuentra detrás o al lado o frente a lo que sucede, las realidades paralelas de la realidad, el sostén de los hechos, el suelo blando de la existencia. El mapeo que no cura ni resuelve, que no desaparece los conflictos, sino que, quizá, solo los desata brevemente, los desanuda en uno de sus puntos para poder mirarlos desde otro ángulo, moverlos un poco, cambiarlos en alguno de sus detalles y, entonces sí, descubrir que siempre fue posible hacer otra cosa con ellos, hacer otra cosa de ellos.

Twitter del autor: @saturnesco