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¿Qué hace distintivas a las letras del francés Michel Houellebecq? ¿Cómo es que se ha consumado como un observador horroroso y encantador de las conductas y espacios humanos? ¿Por qué define su literatura como expresión de un agotamiento vital?

Michel Houellebecq es tan nihilista que solo es Houellebecq, tan humano como radiante y vacía, sensual y fea puede ser no la suma, sino la interacción humana. También es un escritor, poeta, ensayista y actor francés, candidato contundente al Nobel de literatura.

Y digo contundente porque, subestimado o sobrestimado, Houellebecq no deja indiferente a nadie que se cruce con alguna de sus observaciones, fascinantes o repelentes según quien mire. Difícil que la impresión que lo candidatea entre lectores sea una que pueda o quiera honrar el Nobel, muchas veces una de lo que la sociedad quiere cancelar, un loto del fango de la misoginia, la xenofobia, el escándalo, el egoísmo y la derecha verborreica y violenta.

Se trata de una mirada incomprendida y, por qué no decirlo, a veces incomprensiva, solitaria de la absoluta soledad, la sensación de vacuidad, el presentimiento de que todo se acerca a un desastre doloroso y definitivo de manera particular y como un grandísimo coro.

Perfil de la contradicción, Houellebecq es un intérprete romántico y un cínico, un observador nihilista y moralista. Alguna vez fue también el escritor de lengua francesa más leído, quizá por esa interacción de características de un extraño visitante a los seres y a las cosas del mundo que, en un artículo para la revista Cités, critica y elogia Reynald Lahanque:

El efecto de desvelar se produce por el hecho de describir en un tono neutro, de adoptar el modo de la simple observación, pero dando “el paso lateral” que es suficiente. Esto implica desnaturalizar el comportamiento y las palabras ordinarias, hacer que las personas perciban su propia extrañeza y lo extraño, intentar quitarles su seriedad.

Premio Interallié 2005, Goncourt 2010 y Estatal Austriaco de Literatura Europea en 2019, Houellebecq antes que único y general es una experiencia paradójica de engrandecimiento y disminución. Escribe como la vida con todas sus contradicciones y un mismo agotamiento. “Agotamiento vital” en palabras del escritor, la existencia sin esperanza, un horizonte reducido a sí mismo y que solo se deja alimentar por visitantes raros, fuertes y complejos.

Editorial Anagrama nos ofrece leer prácticamente todas las novelas de Houellebecq: Ampliación del campo de batalla, de 1994, Las partículas elementales, 1998, Lanzarote, 2000, Plataforma, 2001, La posibilidad de una isla, 2005, El mapa y el territorio, 2010, Sumisión, 2015, Serotonina, 2019, Aniquilación, 2022. Entre su extensa obra, Houellebecq también escribió los poemarios “Algo en mí”, El surrealismo y sus rebeldes, 1988, La persecución de la felicidad, 1992, La Piel, 1995, La Ciudad, 1996, El sentido del combate, 1996, Supervivencia, 1997, Renacimiento, 1999, Poemas, 2000, Poesía, 2010, Configuración de la última orilla, 2013, El antiguo reino, 2013, Saint-Cirgues-en-Montagne, 2014, No reconciliados, 2014, Hasta luego, 2017, El cuerpo de la identidad absoluta, además de los ensayos HP Lovecraft. Contra el mundo, contra la vida, 1991, Mantenerse vivo, 1991, Intervenciones, 1998, Intervenciones 2, 2009, En presencia de Schopenhauer, 2007, e Intervenciones, 2020.

El escritor también tomó la oportunidad de actuar en diez filmes de ficción y no ficción, y de dirigir tres cortometrajes, más la adaptación de su novela La posibilidad de una isla. En Pijama Surf les compartimos un fragmento para que empiecen a conocer a Houellebecq:

La juventud era la época de la felicidad, su única estación; los jóvenes, que llevaban una vida perezosa y despreocupada, parcialmente ocupada por estudios poco absorbentes, podían dedicarse ilimitadamente a la exaltación liberada de sus cuerpos. Podían jugar, bailar, amar y multiplicar sus placeres. Podían salir de una fiesta, a primera hora de la mañana, en compañía de parejas sexuales que habían elegido, y contemplar la triste fila de empleados que se dirigían al trabajo. Eran la sal de la tierra, y todo se les daba, todo se les permitía, todo era posible. Más tarde, habiendo formado una familia, habiendo entrado en el mundo adulto, se verían inmersos en las preocupaciones, el trabajo, la responsabilidad y las dificultades de la existencia; tendrían que pagar impuestos, someterse a formalidades administrativas mientras asistían sin cesar, impotentes y llenos de vergüenza, a la degradación irreversible de sus propios cuerpos, que sería lenta al principio, luego cada vez más rápida; sobre todo, tendrían que cuidar de los niños, enemigos mortales, en sus propias casas, tendrían que mimarlos, alimentarlos, preocuparse de sus enfermedades, proporcionar los medios para su educación y su placer, y a diferencia del mundo de los animales, esto no duraría solo una temporada, seguirían siendo esclavos de sus crías para siempre, el tiempo de la alegría había terminado para ellos, tendrían que seguir sufriendo hasta el final, con dolores y con problemas de salud cada vez mayores, hasta que ya no sirvieran para nada y fueran arrojados definitivamente al basurero, pesados ​​e inútiles. A cambio, sus hijos no les estarían en absoluto agradecidos, al contrario, sus esfuerzos, por extenuantes que fueran, nunca serían considerados suficientes, ellos, hasta el amargo final, serían considerados culpables por el simple hecho de ser padres. De esta vida triste, marcada por la vergüenza, toda alegría sería desterrada sin piedad. Cuando quisieran acercarse a los cuerpos de los jóvenes, serían expulsados, rechazados, ridiculizados, insultados y, cada vez más a menudo en la actualidad, encarcelados. “Los cuerpos físicos de los jóvenes, la única posesión deseable que el mundo ha producido jamás, estaban reservados para el uso exclusivo de los jóvenes, y el destino de los viejos era trabajar y sufrir. Este era el verdadero sentido de la solidaridad entre generaciones, un holocausto puro y simple de cada generación en favor de la que la reemplazaba, prolongación que no trajo consigo ningún consuelo, ningún alivio, ni ninguna compensación material o emocional.

 

Imagen de portada: Michel Houellebecq, El Periódico.