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El filósofo Jacques Derrida escribió extensamente sobre cómo nuestra comprensión de la verdad y el amor siempre termina por ser frustrada. Al igual que Roland Barthes y Woody Allen, dudaba si amor y verdad se nos presentan solo como fantasmas.

Jacques Derrida, el famosísimo pensador argelino que hizo más famoso aún el término “deconstrucción”, trabajó de manera extensa el concepto “fantología”. Algo que no consigue ser totalmente y que deja a la cultura con los efectos de su espectralidad.

Para fingir, hago realmente la cosa: por lo tanto, solo he fingido fingir.

Cambiando algunas de las palabras de Derrida me atrevería a decir:

Para amar, hago realmente la cosa: solo he amado.

Esto está fuera de la lógica de lo actual y lo inactual, de la efectividad y la inefectividad. Fingir es imposible porque intentarlo tiene aunque sea un poco de una acción, un gesto o una figura real en el mundo. Sin embargo, fingimos fingir y creemos que no amamos y estamos por amar. El yo que uno dice no conocer de verdad es tan real como un tú que desconocemos por completo, pero que existe. Sin embargo, este fingir amar y no fingir amando es espectral.

Derrida define “fantasma” de manera extraña: aquello que tiene una manera de ser que no es lo que hemos entendido precisamente como “una manera de ser”. No es una generalización, pero tiene algo de todos los seres y de todos los amantes, por tanto: algo no aparecido, algo que me hace poner distancia como cuando intento reconocer un objeto, y algo que pide mirarlo de cerca y atravesar su trasparencia. ¿Cómo sé que quiero la carne y el hueso?

Una cultura es la elaboración de una hegemonía. Pretende exorcizar otras ideas, propuestas y maneras de vivir. Trata de llevar al no ser las contradicciones de su teleología instituida que, paradójicamente, oculta el porvenir. Sin embargo, no puede liberarse de todos estos fantasmas ni conseguirá nunca ser más real que aquello que excluye. Si la cultura fuera amor por alguien, escucharía a quien ama por teléfono y con interferencia, a lo mejor como el mensaje de un fantasma que se cuela en una trasmisión de radio. En palabras de Derrida:

Contrariamente a lo que la fenomenología ha querido hacernos creer, fenomenología que es siempre de la percepción aunque se niegue, y contrariamente a lo que nuestro deseo no puede dejar de verse tentado a creer: la cosa misma siempre escapa.

Derrida hace una distinción entre el “quién” y el “qué” del amado, su singularidad y sus cualidades. ¿No son lo mismo? Desde un planteamiento teórico no, pero en la experiencia ¿cuándo es que notamos la diferencia entre la unicidad de alguien y las características que deseamos o que hemos aprendido a desear en otro? En su libro de 1977 Fragmentos de un discurso amoroso, el filósofo y teórico literario Roland Barthes explica que podemos darnos cuenta de esta diferencia entre quién y qué en la evolución de una carta de amor:

Saber que no se escribe para el otro, saber que esas cosas que voy a escribir no me harán jamás amar por quien amo, saber que la escritura no compensa nada, no sublima nada, que es precisamente ahí, en la escritura, donde no estás.

Podría separar al fantasma de un deseo por quien súbita y brevemente logre encarnarlo, o remplazarlo breve y súbitamente en carne y hueso. También existe otra distinción que no separa características deseables de singularidad, sino un proceso de apertura al mundo, como si reconociéramos a veces una salida espectral de la rutina del yo, de un tú amante que no espera a que el yo esté preparado para conocerlo. “Caridad” y “gracia”.

Amar a otro puede no ser lo mismo que el amor al otro. Hay una especie de lugar desierto entre llegar a ese desinterés y buscar lo que no soy yo, y distinguir el amor de un tú. Esto no quiere decir que no exista una u otra experiencia, aunque es difícil hablar en esos términos porque existe la duda sobre si yo o algo viviente fuera de mí son "eso”. Amar a otro y amar al otro existen, pero cada “cosa” no está una delante de la otra. Son imposibles a la vez y no vemos a ninguna, salvo como la claridad de ese espacio desierto, un cielo árido:

La diferencia entre el quién y el qué en el corazón del amor, separa el corazón. Se dice a menudo que el amor es el movimiento del corazón. ¿Mi corazón se mueve porque amo a alguien que es una singularidad absoluta, o porque amo la forma en que alguien es? A menudo el amor comienza con algún tipo de seducción. Uno se siente atraído porque el otro es así o asá. A la inversa, el amor se desilusiona y muere cuando uno llega a darse cuenta de que la otra persona no merece nuestro amor. La otra persona no es así o asá. Así que, a la muerte del amor, parece que uno deja de amar a otro no por quién es sino porque es tal y tal. Es decir, la historia del amor, el corazón del amor, está dividida entre el quién y el qué. La cuestión del ser, para volver a la filosofía, porque la primera pregunta de la filosofía es: ¿Qué es ser? ¿Qué es “ser”? La cuestión del ser está siempre ya dividida entre quién y qué. ¿“Ser” es alguien o algo? Hablo de ello en abstracto, pero creo que quien empieza a amar, está enamorado o deja de amar, está atrapado entre esta división del quién y el qué. Uno quiere ser fiel a alguien de manera singular, irreemplazable, percibiendo que no es x o y. No tenía las propiedades, las imágenes que yo creía haber amado. La fidelidad se ve amenazada por la diferencia entre el quién y el qué.

Derrida escribió estas palabras creyendo como un niño que sí hay una realidad en el fantasma del amor que se nos escapa, pero que tintinea continuamente ante nosotros. A veces brilla como un amor hegemónico o de la sociedad, y a veces tiene la gracia de lo que “realmente sucede”, de su propia operación sin pronóstico o sin profecía. El amor real es menos espectacular, menos artificioso que el amor que se nos enseña a esperar o a dar. Se ve igualmente como imagen ideal y como luz en este planeta más intenso que el sol y que ciega a todo el espacio. El espectro es una duda sobre si hay algo ahí que es “autónomo”, aunque no pueda “sustraerse”. Sentimos que es revelación porque no se nos revela por entero, forzando a la imaginación que fracasa más como interpretación y menos como poesía: transmitiendo no la realidad de algo, sino cómo se comunica. Confiamos que hace esto porque podría ser real:

¿Cómo puedo decir “te amo”, si sé que el amor eres tú?

La palabra “amor”, ya sea como verbo o como sustantivo, se destruiría frente a ti.

De acuerdo con Derrida, esto es un modo de ser que no podemos destacar porque exista o no, sino porque nos da fuerza, aunque no lo podamos terminar de hacer sentir. Es como haber comido rico aunque “esto” no haya estado presente en la comida o en el restaurante o en el hambre del día. Es “ecoerotismo”, un yo que es el mundo del amado y un tú en ese mundo, una relación entre dos amantes individuales y universales, no solo creer en su fantasma.

A veces es tan difícil confiar aunque sea imposible no hacerlo. Por eso duele y estamos dominados por el sufrimiento y el amor. Como dijo alguna vez el director Woody Allen:

Amar es sufrir. Para evitar el sufrimiento no hay que amar. Pero entonces se sufre por no amar. Por lo tanto, amar es sufrir; no amar es sufrir; sufrir es sufrir. Ser feliz es amar. Ser feliz, pues, es sufrir, pero el sufrimiento hace infeliz. Por lo tanto, para ser feliz hay que amar o amar para sufrir o sufrir por demasiada felicidad.

 

Imagen de portada: Woody Allen y Diane Keaton en "Annie Hall", 1977.