El decrecimiento no es una tragedia, sino lógica y mucho placer
Sociedad
Por: Alejandro Massa Varela - 04/04/2024
Por: Alejandro Massa Varela - 04/04/2024
El crecimiento económico no es un factor permanente en la definición del sentido común, sino un paradigma que no ha sido cuestionado en Occidente por ningún régimen constituido ni por alguna de las principales corrientes ideológico sociales desde la inexacta conclusión de la Edad Media. El capitalismo basa la mejora de la vida material supuestamente en la diversificación de mercados desde los principios de oferta y demanda, aunque su historia es la de una acumulación patrimonial que monopoliza no solo cualquier medio de producción, sino decisiones finales sobre qué es lo que será posible consumir y para qué debemos trabajar. En cambio, el campo socialista de economía planificada propuso otra forma de monopolio en manos no de propietarios privados, sino de empresas estatales burocratizadas, en tanto la socialdemocracia buscó y busca aplicar al mundo de los mercados abiertos una serie de regulaciones para redistribuir el ingreso y el consumo, de manera que los beneficios desarrollistas del capitalismo alcancen a una mayor cantidad de personas. Esto sugiere una economía cada vez más grande para tener algo que repartir a una población creciente. ¿Pero hasta dónde esto es posible en un mundo que no tiene más que los recursos que tiene? Para Albert Einstein, la idiotez es seguir martillando sobre un clavo cuando lo único que queda es un muro. ¿La única opción lógica es acostumbrarnos a la escasez?
Tras la caída del nazismo, el inicio de la descolonización del mundo y un largo periodo de racionamiento por razones de guerra, los economistas se enfocaron en evitar que las mayorías de bajos ingresos en sus países pudieran verse aisladas del consumo efectivo, lo que conduciría al subconsumo, el desempleo y la desaceleración de la economía en un todo, como ya había ocurrido el viernes negro de 1929. Fundamentadas en la intervención estatal en la vida económica para elevar y proteger el empleo y, con ello, la demanda, hasta la década de los setenta u ochenta, las teorías de John Maynard Keynes fueron la pauta de una reconstrucción de Europa durante el Plan Marshall y del New Deal - Great Society estadounidense. Este “Welfare State” o Estado de bienestar significó mayor acceso de las poblaciones a servicios con recursos públicos, sobre todo sanitarios y educativos. El crecimiento del producto interno bruto por persona (de un cuatro por ciento anual) y la diversificación económica se convirtieron en fenómenos análogos en distintos países emergentes a ambos lados del telón de acero, desde México hasta Corea del Sur. Esto dio credibilidad a gobierno diversos con signos nacionalistas, de izquierda moderada o de extrema izquierda.
Sin embargo, la dependencia de este modelo respecto del crecimiento económico para financiar programas sociales, de manera que la demanda y la oferta puedan sostenerse y potenciarse mutuamente, implica ocultar otras formas de dependencia, como la de países primermundistas del norte que explotan los recursos de los tercermundistas del sur global. Aunque quizá lo menos histórico y más fundamental sería que la base de su sentido de bienvivir es una especulación sobre lo que las personas y las naciones deberán generar y tener, una especulación sin límites dentro de un mundo de energías psicológicas y elementos naturales limitados. El hecho es que somos seres inter y eco dependientes, y es imposible mantener ciertos niveles de vida sin consecuencias humanas y ecológicas. Dicho esto, ¿la receta debería ser que aceptemos una economía para unos pocos y acogernos a medidas de austeridad como recortes a programas sociales y de acceso al trabajo?
Para los teóricos del “decrecimiento” salir de este este esquema de dependencias especulativas no tiene sentido si se sacrifica al ciudadano de a pie, censurando nuestros derechos básicos y a la recreación, subiendo los precios de bienes de primera necesidad o manteniendo al sector público deficitario. Es imposible seguir empujando el consumismo salvaje de más personas y liberalizando el desarrollo bajo la consigna de que la producción pública y privada puede seguir creciendo de manera infinita en un planeta finito. Pero el hecho es que la mayoría de los sudaneses no ha vivido por encima de sus posibilidades, aunque sí la mayoría de los alemanes. De acuerdo con el economista Arcadi Oliveres, los canadienses utilizan 550 litros de agua por persona al día en regadíos, piscinas y su agroindustria. ¿Y al Sur del Sahara? Apenas 8 litros, agua que ni siquiera se tiene a la mano, porque es necesario ir a buscarla a un oasis quizá a kilómetros de distancia. Un trabajo en toda regla que consume tiempo y energía, algo que también podría preocupar al feminismo, porque en general estaría destinado a las niñas. Las familias africanas posiblemente pueden costear que un niño estudie, pero una niña podría ser más útil si trae 8 litros para ella y 8 más para su hermano.
En términos simples, el decrecimiento no propone ampliar la extracción de recursos, sino repartirlos mejor en sentido local e internacional. Puede ser necesario mayor crecimiento económico donde haga falta, y distribuir mejor los recursos que ya se tienen donde ya no se puede seguir creciendo. Pero lo más importante es cambiar nuestras perspectivas de vida. Para el filósofo André Gorz, la miseria es objetiva, mientras la pobreza responde a las subjetividades. Según quién dejar de ser pobre puede ser tener un carro, tener una bicicleta o tener un par de zapatos. Esto sin duda abre un problema sobre el estándar del bienestar, pero puede ser valiente poner en duda qué sería aceptar la escases sin más, y qué, por otra parte, solo abrir la mente a expectativas distintas.
Para el teórico del decrecimiento Paul Ariès, ha sido un error en la historia de la izquierda predicar desde la culpa e insistir en lo que no debemos hacer. La conclusiones lógicas sobre hechos sociales podrían no ser traumáticas o exclusivamente honestas, siempre y cuando recurran a un sex appeal distintivo. El cambio debe atraer y es posible apelar más a sus beneficios. Tener y gastar menos no solo supone un rescate ecológico y solidarizarse con otros para que tengan un poco más: repartir mejor el consumo y el trabajo puede permitirnos trabajar menos, ganar tiempo e invertir nuestros recursos en experiencias que resuenen mejor con nosotros mismos, quizá dedicarnos a algo más cercano a nuestros propios deseos como leer algo nuevo, aprender un segundo o tercer idioma, participar de las artes, ver películas, hacer ejercicio o cuidar de un jardín pequeño. Y quizá ese es el mejor eslogan contra el crecimiento desmesurado: lo pequeño es hermoso.