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Pocos escritores han entendido, como Borges, que al escribir importa menos, casi nada, figurar como Autor; lo verdaderamente importante es convertirse en vehículo de lo sagrado para terminar formando parte de ese caudal de maravillas que llamamos literatura

El desconcierto y la desazón del hombre moderno, particularmente occidental, ante las grandes religiones no ha hecho que su religiosidad desaparezca sino que se desplace, particularmente hacia la ciencia, la política y el arte. La última de estas es, por supuesto, la que tiene mayor y mejor relación con la religión. Han sido muchos los artistas que han concebido su obra como una especie de religión o un sendero espiritual. Pero en el caso de la literatura, pocos han hecho tanto para elevarla al carácter de religión, de un algo en relación con lo absoluto, que permea toda la existencia y da sentido a la vida, como Jorge Luis Borges.

Lo que destaca de Borges es que su mente entendía toda la experiencia humana como literatura. De la misma manera que los místicos ven en todos los fenómenos un signo o cifra de su dios, Borges veía en todas las manifestaciones del universo una forma de literatura o una fuente para la escritura.  La idea de la literatura como religión ha sido tratada por Roberto Calasso en su libro La literatura y los dioses, donde discute la categoría de "literatura absoluta". Calasso propone a diferentes autores en este rubro, entre ellos Novalis, Hölderlin, Nietzsche, Baudelaire, Mallarmé y el propio Borges. Y si bien Borges no podría aparecer como el fundador de esa notable pléyade, el lugar que le reconoce Calasso comprueba una de las ideas más célebres del argentino: que el escritor crea sus precursores. Pues siendo Borges uno de los mejores representantes de esa "literatura absoluta", al mismo tiempo es evidente que Calasso difícilmente hubiera llegado a dicha noción sin las reflexiones que Borges hizo muchos años antes en torno a la lectura y la creación literaria. Recordemos, por ejemplo, esos pasajes en los que Borges sugiere, junto con Valéry, que el único autor de las obras de la literatura universal es el Espíritu, o en otro momento, cuando en aras de "refutar el tiempo" lanza esta pregunta: "¿Los fervorosos que se entregan a una línea de Shakespeare no son, literalmente, Shakespeare?". Al leer nos convertimos en lo que leemos, hay una transparencia entre autor y lector. Leer es también imitatio dei y participación divina. 

El amor de Borges por la literatura –el amor de un devoto inteligente, que ama a su dios no con fe ciega sino con la seguridad visionaria, con esa inteligencia iluminada por el amor– se transmite a sus lectores y lo confunde con la literatura misma. Borges es el gran bibliotecario, el guardián de la biblioteca que sustituye al universo. El escritor Graham Greene, contando su experiencia conociendo a Borges, señala: 

Para mí, Borges habla por todos los escritores. En sus libros encuentro una y otra vez frases que resumen mi experiencia de escritor. Habla de la escritura como si fuera «un sueño guiado», y en cierta ocasión escribió lo siguiente:

«No escribo para una selecta minoría, término que para mí no significa nada, sino que escribo para esa adulada entidad platónica que llamamos "las masas". No creo en ninguna de las dos abstracciones, tan caras para el demagogo. Escribo para mí y para mis amigos, y escribo para aplacar el paso del tiempo».

Creo que esa idea bastará para que todo escritor se sienta próximo a él.

Aunque esta cita no parece denotar una actitud especialmente "religiosa" de Borges para con la literatura, recordemos que lo divino ocurre siempre en la intimidad, entre amigos, y no en la masa (como el mismo Evangelio mantiene). En la proximidad, el amor y la motivación religiosa se confunden. Borges escribía para los amigos pero también para las mujeres que amó, algunas de las cuales no le fueron recíprocas. El amor, escribió alguna vez, es una religión cuyo dios es falible. El impulso de escribir por amor es un impulso de relación con lo divino, con lo divino como una entidad que puede tomar muchas formas, no necesariamente aquellas que la tradición, la historia o la costumbre han asentado. Hacia el final de su vida, Borges afirmó en un par de textos y conferencias creer en la iluminación del Buda: un hombre y no un dios, pero un hombre ciertamente divino en razón de su conocimiento, que trascendió la condición humana. 

De Borges podemos decir que es el avatar de la literatura, aplicando el concepto de los múltiples descensos de una deidad, prominentemente Vishnu, que desciende como Rama, Krishna, etc. En este caso Borges, el gran devoto de la literatura como deidad, encarna a su dios, a la literatura misma, y se convierte así en la voz de esta en el mundo.

 


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Imagen de portada: El Tiempo