Dioses mayas, quimerismos sagrados: la unidad y lo polimórfico en la iconografía mayense
Filosofía
Por: Alejandro Massa Varela - 01/29/2023
Por: Alejandro Massa Varela - 01/29/2023
para mi tío Alberto, otro papá
El pensamiento cosmogónico y cosmológico de la cultura y la filosofía mayas se desenvolvió a partir de tres preguntas que se dimensionan mutuamente y que nunca fue necesario plantear como tales, porque quienes pudieron haberlas concebido buscaron aprender a emplearlas como una misma verdad con poder:
De acuerdo con la historiadora Mercedes de la Garza en su libro Rostros de lo sagrado en el mundo maya, aquellos a quienes podríamos denominar dioses en esta religiosidad serían la representación de energías o materialidades, aperceptibles sólo mediante el recurso ordinario de los sentidos, por lo que exigen una aproximación más sutil. Sería inapropiado llamarlos sobrenaturales, siendo más bien intra-fácticos a la creación y etéreos.
Se les capta en el estilismo maya, entre imágenes contrapuestas y colmadas de elementos animales, vegetales y fenoménicos, desde donde a veces emergen caras y cuerpos antropomórficos. Los astros, la lluvia, rayos calientes, bestias poderosas como el jaguar, aves, murciélagos, vegetales como el maíz, plantas silvestres, hongos alucinógenos, minerales como el cuarzo y el recuerdo de los héroes comunitarios y los antepasados.
La religiosidad de los mayas era naturalista o sin importantes atisbos intelectuales inconcretos. Su inspiración fue su ámbito tropical, el cual aprendieron a predecir con singular exactitud. Ámbito de lo universal perceptible y no perceptible, extendido por curiosidad astronómica hacia las regiones celestiales. Las nociones finas sobre la naturaleza no llevaron a los mayas a la abstracción, sino a afirmaciones sobre lo que no puede advertirse de inmediato, con la sensibilidad más cotidiana, cruces hacia lo invisible.
Esto puede quedar más claro a partir de una apreciación del filósofo y crítico del arte Georges-Henri Luquet: partiendo de la idea (no compartida por la mayoría de los investigadores) de que en los dibujos infantiles hay pretensiones realistas, descartó por completo que un niño pueda dibujar algo que no represente nada. Vemos lo que dibujamos, pero dibujamos lo que creemos ver o lo que propiamente no vemos. Para el ser humano de hoy, una pintura es comprensible cuando reproduce lo que sus ojos ven. Pero quizá para un maya, lo era cuando expresaba lo que este creía saber. Una noción de certeza por completo distinta.
Mientras otros pueblos del planeta se han inclinado por desarrollar nociones más pensadas que vistas, desde el concepto puro o metáforas agudas. En cambio, los mayas recurrieron más a la estética, a un contenido semiótico fánico delimitado por lo monstruoso, esto es, el quimerismo. Este no implica una suma de lo particular, sino que muestra cómo algo necesita ser invisible en lo visible, una unidad inefable que sólo tiene como vía ontosófica, amor al ser, un mundo henchido de cosas y fuerzas, de sensualidad y repulsión entre la iconografía de una cultura como ontografía sagrada, escritura de lo real.
La religiosidad maya fue una co-figuración de su animismo base y de un teísmo dado por refinamiento intercultural. Una tauto-fanía realista de la naturaleza en hierofanías progresivamente más complejas, en sentido simbólico, mítico y ritual, hasta el grado de personificación de la frontera de lo numénico. Definiciones encaminadas si se toma en cuenta que desde el período Clásico (250-950 d. C.) se dio un politeísmo muy consistente.
Los dioses inmortales y los seres mundanos se distinguen: si se piensa a los segundos como compuestos de materia ligera y de materia pesada; en cambio, los primeros serían sólo ligeros o, dicho de otro modo, de un grado de realidad voluptuosamente representado, pero casi imperceptible para los estados psíquicos de la vigilia, más cerca del sueño o el trance.
Los dioses pueden ser uno o varios a la vez, figuraciones intercaladas y nombres múltiples, siempre en conformidad con sus atribuciones y la historicidad de los autores artistas que los crearon. El dios lo es por su riqueza y complejidad fánica, es decir, manifiesta de muchas maneras, no por una valoración moral, es decir, solo humanizada o humanística, del mismo modo que los fenómenos naturales no son per se ni buenos ni malos. Las teofanías pueden evidenciarse celestes o terrenales, ser benéficas dadoras o maléficas destructivas, quimerizarse desde tipologías masculinas o femeninas.
De acuerdo con Mercedes de la Garza, este fenómeno condujo a representaciones plásticas muy diversas de las deidades, propias de cada región y cada periodo de tiempo, siempre alterándose su influencia. Esto ha supuesto una importante dificultad para los mayistas, no obstante, existen elementos simbólicos constantes en todo el horizonte maya y en todas las épocas.
Si bien los dioses serían lo superior entre los muchos estados del ser o un estado óntico creador, sin embargo, fueron por excelencia figurados como seres imperfectos, deformables y reformables debido a su ecodependencia, abiertos a nacer y morir desde claves míticas, simbólicas y naturales. La estética litúrgica e iconolátrica de los mayas, en tanto vehículo inter, intra y exo sensorial, de lo denso hacia lo sutil, incluía la entrega ritual de ofrendas, en el entendido de que la participación orgánica de los dioses poderosos era también una necesidad de ser alimentados para sobrevivir. Todo elemento de la realidad consume y puede ser consumido entre un todo que se come a sí mismo en un devenir cíclico, distinto del tiempo en el sentido cronológico moderno o lineal judeocristiano.
Lo tempitérnico (término de Raimon Panikkar) subyace en las doctrinas, narrativa mítica y en el quimerismo de los mayas, el soporte visible para lo invisible en sus ideas y ritos, es decir, sus indagaciones de los paralelos de este mundo, ya sea que existan bajo la superficie de la tierra o más allá de las estrellas. Lo que se entendió por eterno en esta mentalidad sería la reexistencia y la univocidad de des e inter ocultamientos relacionales, la magnificación de un modo de ser que no es uno más entre otros, sino su código íntimo viviente, genealógico, su realización creativa y de orden.
Por eso mismo, buscar las claves del monoteísmo en algún punto del desarrollo de la religiosidad maya implicaría no sólo interpolarle un concepto ajeno, sino un error de análisis metafísico e iconográfico, ya que ese principio del mundo que no depende de éste, tal y como fue visto en esta parte del mundo y momento histórico, se hallaría más allá del número, siendo impersonal, indescriptible e incognoscible.
Sostuvo Alain Danielou que el monoteísmo se trata de una proyección del yo humano al lugar divino, un monoteísmo psicológico que remplaza, casi siempre, el respeto por la conjunción, ponderando una noción de verdad por sobre lo real. En cambio, a mi juicio, reverenciar esto último resultó muy propio para los pueblos mesoamericanos, abocados a un recogimiento cíclico-inmanente, destinado a un uni, poli y trans centro divino, condicionalidades y coordenadas explicitadas semántica y visualmente. Algunos ejemplos ofrecidos por Mercedes de la Garza a este respecto son la noción maya de una Tierra tetra-teándrica o ligada a las cuatro estaciones, el centro fánico de la ceiba como axis mundi y sus cuatro colores en base a las direcciones cardinales, más la llamada quinta dirección, el centro morfo-cosmo-gónico vinculado al glifo de flor cuádruple del sol, astro rector el tiempo cambiante al versionar en cuatro el espacio con su salida, recorrido, puesta celeste y desaparición.
Por ello, por paradójico que esto suene: la iconografía maya con sus rostros ni fue precisamente sintética ni tampoco solo simbólica, sino y sobre todo muy cuidada y teratológica, es decir, que reinventa la normalidad. Esto desde la no distinción de la naturaleza o del politeísmo religioso ni como significantes ni como significados.
Una hierofanía para los mayas no fue otra cosa que el descubrimiento de la condición auténtica continua de un elemento en el mundo. Lo contingente se habría de convertir en necesario y vital. Es así como la naturaleza no fue un concepto para ellos, por lo que tampoco puede hablarse de un humanismo o de una teología mayas, al menos con propiedad.
No obstante, existe una revelación mística: de lo natural por medio del humano empirista, de lo humano mediante los dioses, inteligencia etérea, y de lo divino por medio de la iconografía. Empero, esa revelación no habría tenido lugar solo personificando, porque para los mayas no existía un gran dios que hallase su unidad como persona sino un orden activo, mediado y mediador de toda contingencia natural, social y espiritual.
Interpretando a Mercedes de la Garza desde la perspectiva de los mayas, si el politeísmo es una personalidad divina, esta es solo sugerida. Un desconocimiento mistérico que se hace intuición indirecta u oblicua, a saber, relación y rendición ante una deidad polimórfica o entre muchas deidades polivalentes. Algo que puede aproximarse a lo humano, tanto como puede violentarlo. La multiplicidad que sería ese dios no personal resulta tanto una teofanía particular con su evidencia icónica, como la expresión de miles de hierofanías iconoformativas. Todas tienen el mismo origen, fundamento y meta como el sí de la vida presente y pretérita, su continuidad trascendental y transformadora.
Si se dotó a esa personalidad de nombres, mitologías, signos, imágenes o una serie de atributos sensoriales, tal intención no hacía del maya un personalista. Más bien, le aseguró una relación con la fuente onto-lógico-mórfica de la Creación, lo indescriptible detrás del nacimiento y la muerte entre lo empírico y lo ontográfico.
La teofanía maya fue y es una búsqueda sugerida y nunca declarada de la personalidad en lo impersonal, no bajo principios monolátricos, sino aduales, advaitistas dirían los hindúes vedánticos, bajo la actividad cotidiana y ritual como devoción, no a una persona, sino a un trans-origen, un dios indirecto como todo aquello directamente deificable.
Alejandro Massa Varela (1989) es poeta, ensayista y dramaturgo, además de historiador por formación. Entre sus obras se encuentra el libro El Ser Creado o Ejercicios sobre mística y hedonismo (Plaza y Valdés), prologado por el filósofo Mauricio Beuchot; el poemario El Aroma del dardo o Poemas para un shunga de la fantasía (Ediciones Camelot) y las obras de teatro Bastedad o ¿Quién llegó a devorar a Jacob? (2015) y El cuerpo del Sol o Diálogo para enamorar al Infierno (2018). Su poesía ha sido reconocida con varios premios en México, España, Uruguay y Finlandia. Actualmente se desempeña como director de la Asociación de Estudios Revolución y Serenidad.